
Poemario
compuesto por treinta y cinco poemas. Lleva en su frontispicio una cita de Claudio Rodríguez,
un prólogo de José Antonio Hernández Guerrero y una dedicatoria por parte del autor a su
madre, esposa e hijas.
Antes de hablar sobre este libro hemos de recordar otro del autor al que se hizo la reseña en
su día y que marca en su trayectoria poética un tramo a tener en cuenta como es Remansos en el
tiempo, un conjunto de poemas que reúne dos condiciones para ser considerado recomendable para
su lectura: contenido valioso por sus vivencias humanas y su lenguaje que no se resigna a
repetir el pasado desde el punto de vista de su registro, en el que quedamos sorprendidos por
sus recursos expresivos.
Pero en este poemario que comentamos ahora la actitud del poeta es bien distinta, su
preocupación es radicalmente temática. ¿Qué se quiere decir con esto? Que los sentimientos
están a flor de página y son ellos los que determinan el lenguaje, el registro poético que
campea a lo largo de los poemas como si todos ellos coadyuvaran a formar un mensaje de la
experiencia de cada día; así pues, la madre, la soledad, concierto callejero, cuando la vida
aprieta, sed, pesadilla, palabras por la paz, nunca saben los hijos, el hijo del tallero…, son
títulos que dan una idea somera de que el poeta quiere comunicarnos experiencias propias,
inmediatas, que balbucen en su intimidad un necesario cauce de salida para sus vivencias más
profundas. La presencia del hogar como punto de partida de una historia que se prolonga en la
vida diaria, con la añadidura de la esposa y las hijas es como un recorrido por los años hasta
llegar a la cumbre de la propia biografía, como bien dice el profesor José Antonio Hernández
Guerrero en las palabras prologales: "Versos que descubren la verdad secreta de nuestras vidas
compartidas”. Este libro no se orienta hacia la búsqueda de una expresividad que pueda
sorprender al lector , como en el otro libro aludido, sino que responde a la emoción de
hallazgos más experienciales que estilísticos. Ahora bien, estas vidas compartidas no anulan
la soledad del poeta, que es historiador intimista de cuanto le rodea; mientras que para el
hombre común vivir es pasar los días sin llenarlos de trascendencia, para el solitario que
recoge la red de su vivir cotidiano, la pesca es siempre abundante y también compleja en sus
matices.
Como unos seis sonetos, un poema en verso de arte menor y los más en versos blancos con unas
separaciones de palabras dentro del verso, técnica muy de las vanguardias, este poemario fluye
como un río de poesía que podríamos considerar dentro de la generación de la llamada
experiencia, que floreció a partir de los años ochenta, como una réplica a la poesía
desmarcada de los sentimientos propia de los Postnovísimos. Precisamente esa es la médula de
esta poesía que nos ofrece Ramón Luque en esta nueva entrega, de la que se expone el siguiente
poema como representativo del poemario y cuyo contenido es tan lírico como épico, si por épico
entendemos también un canto al sentir universal en el reverso del individualismo subjetivo:
Cada día
cada día la vida pide un muerto
como el mar pide un barco y los cielos su nube
cada día rezamos un rosario
y pedimos limosna a un mendigo
o arrojamos a un dios de sus misterios
cada día una mano recoge nuestras lágrimas
para luego arrojarlas al fuego de la ira
chisporrotea el viento por tanta calentura
cada día perdemos un cuaderno
y más tarde escribimos con el dedo en el aire
cada día matamos cada día morimos
cada día marchamos hacia ninguna parte
cada día la luz nos regala un milagro
el desierto una cruz y la noche un enigma
cada día caemos cada día creemos
que este mundo es el otro que en silencio soñamos