
(Ilustración: Julián Alpízar Blanca)
Era la conserje más antigua del museo. Menuda y silenciosa, nunca hubo quejas de su desempeño
laboral. Por espacio de ocho horas, pasaba su bayeta de limpieza por mesas y adornos, mientras
escuchaba una radio portátil que siempre llevaba en los bolsillos del delantal. Sólo a la hora
del almuerzo se quitaba uno de los audífonos y lo dejaba colgando.
“Hola, Natalia, ¿qué tal estuvo la novela?”, solíamos preguntarle, dado que era el único
momento en que se podía establecer comunicación con ella.
Si no era a esta pregunta, respondía con un encogimiento de hombros. Pero cuando se le tocaba
el tema de la radionovela de turno, ella, tan tímida y corta de palabras en una conversación
que se diría algo retardada, se transmutaba. Su rostro se iluminaba y comenzaba a hablar con
fluidez, haciendo gala de un vocabulario amplio y florido.
Nos ponía al día de las desventuras de la hija del Duque, embarazada de un enmascarado al que
odiaba sin sospechar siquiera su nombre, a la vez que se negaba a entregar a las monjas a su
hijo recién nacido, a quien amaba pese a todo. Subíamos con una expedición a las cimas del
mundo en busca de los secretos de un monasterio, curábamos a sus heridos y disfrutábamos de
los blancos paisajes nevados. Nos hacíamos a la mar en una nave que cruzaba el mundo
perseguida por corsarios, naufragábamos y éramos rescatados por extrañas criaturas marinas.
Participábamos en el asedio a una fortaleza de otra dimensión, plagada de cíclopes, o nos
embarcábamos en una aventura futurista a través de un universo ciberpunk. En cada novela –como
en toda saga radial que se precie-, surgía, maduraba y florecía un romance.
Era increíble como aquella mujer, diminuta y cabizbaja cual sombra viviente,
memorizaba
pormenores, nombres de ciudades y de personajes. Resultaba agradable comer con la narración
del capítulo del día. Esperábamos su entrada al comedor para comenzar. Ella narraba entre
breves interrupciones para tomar algún sorbo de agua o ingerir un bocadillo de ensalada.
Ninguno de nosotros escuchaba la radio. Entre el trabajo y los deberes del hogar, apenas
teníamos tiempo de actualizarnos con los noticieros vespertinos de televisión y alquilar
alguna película los fines de semana.
En esas estábamos, cuando llegó el cambio de administración. A la nueva jefa, no más hacer su
aparición, le molestó el radio de Natalia… por absurdo que parezca –gracias a los audífonos no
escapaba sonido alguno-, consideraba una indisciplina laboral que “estuviera conectada a esa
porquería el santo día, como si esto fuera un recreo”. Comenzó por las buenas, si es que se
puede llamar así a aquellas frases despectivas. Ante la negativa insistente de la conserje a
dejarlo en la taquilla, la separó del centro una semana con una sanción. Cuando la vio
regresar en las mismas, la amenazó con la expulsión, y al ver que sus palabras caían en el
vacío, le arrebató de un tirón los audífonos.
El pequeño receptor escapó del bolsillo, siguió al cable, cayó al suelo y se abrió. Una
exclamación de asombro superó a nuestra expresión original de lástima. Atónitos, comprobamos
que se trataba sólo de una caja vacía, ausente de mecanismo, circuitos, o baterías. Natalia la
recogió en silencio, la cerró, se colocó los audífonos y se marchó sin atreverse a cruzar
nuestras miradas.
Nos quedamos sin entender… Aquel mundo interior, que dejaba aflorar con la pregunta diaria
sobre el rumbo de la novela, ¿qué origen tenía? ¿De dónde sacaba la perfección del diálogo,
los escenarios detallados? El vocablo límpido y la trama hilvanada que brotaban como si
repitiera lo que acababa de escuchar, ya eran de por sí un prodigio de memoria... Y ahora,
¿qué?
Habíamos sido testigos de algo extraordinario, aunque fuera mejor callar que intentar
reconocerlo. No podíamos creer que lo inventara, aunque pareciera una solución plausible, a
falta de otra explicación. Era como si estableciera una conexión cuyo emisor no lográbamos
adivinar…Las respuestas a tantas interrogantes cruzaron el umbral tras ella. Nunca más
volvimos a verla, nadie tenía su dirección, ni su teléfono, tampoco dejó amigos. Su presencia,
bayeta en mano, no era parte de la vida del museo, pero a la hora del almuerzo no sabemos
hacer otra cosa que mirarnos en silencio.
Premio en el X CERTAMEN LITERARIO VILLA DE AMPUDIA, Asociación Santa María de la Clemencia,
Diputación de Palencia, España, 2016.
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