• Abel Guelmes Roblejo
    Colaboraciones

    Lo que trae la suerte

    por Abel Guelmes Roblejo

Ilustración de Ray Respall Rojas

(Ilustración: Ray Respall Rojas)
 

Para Marié,
eres la suerte que nos ha acompañado este año y tres meses.



—¿Por qué no capturamos un duende?

Me dijo una noche con la naturalidad de quien habla de futbol, clima, cine o comida. Siempre me encantó esa faceta suya tan imaginativa. Fue lo que me hizo enamorarme de Alice. Normalmente le seguía la corriente, mas a esas horas de la noche, ni nuestro gato tenía ganas de jugar.

—¿De qué hablas?
—De capturar un duende. ¿No sería genial?
—¿Metafórica o literalmente hablando? —le pregunté, porque ya no estaba muy seguro de si era un juego o no.
—De verdad. ¿Por qué? ¿No quieres uno?

No sabía qué responderle. O cómo decirle que no creía en eso.

—¿Y cómo vamos a encontrar uno? —decidí seguirle la corriente.
—Pues aquí —señaló al cuarto—. En la casa. ¿No sabías que en todas hay duendes?
—Ni lo imaginaba.
—Está bien entonces. Si es lo que quieres… te ayudaré —le dije con tal de ver cómo terminaba el juego. Al instante sonrió feliz, se levantó de la cama y salió del cuarto. No me dijo que la siguiera, permanecí acostado, si aquello era un juego, ella tal vez no querría que le arruinara la sorpresa.

Estaba a punto de dormirme, cuando sentí caer varias cosas al suelo, sonido de cazuelas y de cajones abriéndose. Me levanté y fui a ver qué hacía Alice con tanto alboroto. Me detuvo en la entrada de la cocina. Tenía cordeles colgando por doquier. Cajas, nylon y telas convertidos en improvisadas trampas. Ella, tan escrupulosa y organizada, había esparcido por el suelo granos de arroz por un lado, frijoles por otro. La harina de hornear cubría la meseta. Un barquito de papel colgaba de la lámpara y uno, fabricado a toda prisa con un corcho ahuecado, navegaba en el fregadero. Sobre la mesa aparecía servida una copa de vino tinto –del que usábamos para ocasiones especiales- y un plato con una cuña de pastel de coco.

La miré preocupado, el juego iba tomando un rumbo inesperado. Sin embargo, nunca la había visto tan feliz. Su rostro parecía brillar, no sé cómo explicarlo, pero era así, irradiaba energía, luz.

—Sabía que tú sí me entenderías —me dijo al cabo de un rato—. ¿Viste? Lo tuve todo listo antes de las doce de la noche…

—¿Y qué pasa a las doce? -me pregunté mientras ella evitaba sus trampas para salir a mi encuentro.

Miré al gato, este a mí y ambos a ella; aunque creo que el gato la entendía, de alguna manera. Alice se agachó para pasar por debajo de un cordel y me besó.

Ya nos habíamos dormido cuando el ruido de una cazuela al caer nos despertó. Miré la hora, pasaban las dos de la madrugada. Alice se levantó de un salto y corrió hacia la cocina. La seguí, asustado ante la posibilidad de que fuera un ladrón.

—Estuvieron aquí —me dijo—. No sabía qué tipos de duendes teníamos, así que preparé trampas para las diferentes especies. No tocaron los granos, ni tomaron vino… no obstante, falta un trozo de pastel de coco, mira.

Lo único que veía era el reguero. No lo entendía, había ido demasiado lejos el juego. Comenzó a espolvorear más harina, ahora por el suelo.

—Ya es suficiente —le dije—. Deja de crear un nuevo reguero, que mañana tenemos que usar la cocina.

Me lanzó una mirada triste.

—Dijiste que querías atrapar un duende. Eso da suerte, te lo dije.
—Sé lo que dije, pero mañana tengo trabajo. No estoy para pasarme la noche en vela solo para seguirte la corriente y ver al gato comerse lo que pudo haber sido mi desayuno —señalé al trozo de pastel en su mano.
—Fueron los duendes —protestó.
—Como sea —terminé la discusión y la dejé sola. Me fui al cuarto a dormir, si es que conseguía hacerlo. No me gustaba acostarme disgustado.


Desperté y Alice estaba dormida a mi lado. No noté cuando regresó. Me preparé para salir al trabajo, le di un beso de despedida y me encaminé a la cocina a prepararme algo para comer en el camino, ya que se me había hecho tarde. La encontré tan limpia como de costumbre… quizás se me antojó ordenada en exceso, al punto de la monotonía, nada que ver con la algarabía de la noche anterior. Pensé en Alice, en el trabajo que pasó para crear esta fantasía y lo cansada que debía estar. En la suerte que tuve de encontrarla. Si los duendes traen suerte, yo había atrapado al mío y no me había dado cuenta.

Regresé por la tarde. Alice me recibió con un beso, como todos los días. Tenía preparada el agua caliente del baño, la comida lista. Sin embargo, lucía diferente. Ya no tenía ese brillo de la noche anterior. Había perdido luz y no sé por qué, me sentí culpable.

Mientras comíamos me contó lo que había hecho en el día, se interesó en el mío. Sonreía como siempre, no obstante, no era una alegría completa.

—Escucha, mi amor —le dije tomándola de las manos—. Lo siento, discúlpame por lo de ayer. Estaba cansado y no fui capaz de ver la magia en lo que hacías. Lograste traernos felicidad y no fui capaz de verlo hasta ahora.

Ella sonrió. Entendí que me perdonaba.

—Si quieres —continué—, te ayudo a preparar las trampas. Soy bueno en eso, las hacía cuando criaba palomas.

No pude continuar hablando, me calló de un beso.

Por la noche, acomodamos las trampas. Fue bastante divertido, en verdad. Me dije que con esa noche bastaría: iba recobrando su luz. Antes de salir colocó un barquito de papel en el centro de mesa y espolvoreó harina a su alrededor. Miré al gato con lástima, él entendió que esa noche dormiría encerrado. No iba a arriesgarme a que tumbara otra vez las cazuelas y llenara la casa con sus huellas.
Tomé de la mano a mi duendecilla. Alice estaba contenta como una niña el día de su cumpleaños. Yo también me hallaba feliz por complacerla y verla así. La cocina, el cuarto, la casa entera respiraba felicidad. Era cierto aquello de que atrapar un duende atrae la suerte. Yo tenía la prueba ahí, en mi mano.

Sentí el sonido de un golpe, provenía de la cocina. Salté de la cama y corrí hacia allá. Al llegar me encontré a Alice al lado de la mesa.

—Mira —me tendía sus manos vacías—. Lo atrapamos, ¿no es precioso?
—Bravo —le seguí la corriente. Estaba más hermosa que nunca.
—¿Viste? Te dije que atraparlo nos traería suerte.

Avancé hacia ella para besarla y algo más llamó mi atención. En los muebles había pequeñas huellas de piececillos. Estaban por todos lados. La miré y en sus manos vacías, poco a poco, una diminuta figura iba tomando forma.



El autor:
Abel Guelmes Roblejo

La Habana, 1986. Estudiante de Contabilidad y Finanzas, Universidad de la Habana. Miembro del Taller Literario Espacio Abierto. Graduado del taller de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Miembro de la AHS desde el año 2016.

Finalista del “XI Concurso de Cuento Ciudad de Pupiales, 2016” (Colombia), Fundación Gabriel García Márquez. Finalista del I Certamen Internacional de Relatos Pecaminosos (Estados Unidos, 2013). Finalista del concurso “Mi mundo fantástico” (España, 2013) Mención en el concurso Oscar Hurtado 2014, categoría de ensayo y artículo teórico. Finalista de la beca de creación “Caballo de Coral”, Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en el concurso “Oscar Hurtado”, en la modalidad de cuento fantástico (Cuba, 2015). Cuarto lugar en el “Premio Literario "Patricia Sánchez Cuevas” (España, 2015), publicado en la antología de trabajos premiados.

Ha participado en varias antologías internacionales, entre ellas: “Historias breves”, Letras con Arte, España. Su cuento Últimos Servicios fue traducido al francés por La Universidad de Poitiers (Francia, 2015), para conformar un volumen sobre autores cubanos. Antología de Aforismos, Ediciones DeLetras, convocada mediante concurso por la propia editorial (España 2015).

Cuentos y reseñas suyas han sido publicadas en revistas digitales e impresas tanto en Cuba como en otros países. En colaboración con poetas y narradores cubanos ha participado en diversas lecturas y proyectos auspiciados por la Editorial Gente Nueva y la Asociación Hermanos Saiz.






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