JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO
John Banville ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por su obra, un premio que
reconoce a un escritor de estilo meticuloso, de prosa deslumbrante y de mirada honda, uno de
los mejores de nuestra narrativa contemporánea.
Banville ha triunfado con sus novelas de misterio, con el seudónimo de Benjamín Black, en la
línea de su añorado Raymond Chandler, donde las descripciones brillan con singular fuerza,
para el escritor irlandés la literatura es un espejo de la belleza, solo así se produce el
milagro literario, el deslumbramiento del lector ante las palabras luminosas de un inspirado
escritor.
Si en la novela negra, asistimos a un juego de luces y sombras, donde lo importante es el
muerto, como él mismo ha confesado, donde el protagonismo del asesinado late en toda la
novela, nos va dejando retazos de su presencia, lo sentimos en la piel, en sus novelas más
literarias, si puede utilizarse esa expresión, Banville araña la condición humana, crea a
través de unos personajes la trama interior que siempre late arañada de dolor, como ocurrió en
uno de sus grandes libros, El mar, donde vemos y sentimos a los personajes, la evocación del
ayer, frente al mar, como un eco sonoro que vuelve siempre, una experiencia mágica que produce
la lectura afortunada, cincelada casi de Banville, todo un universo del lenguaje y de la
imaginación.
En El mar asistimos al mejor Banville, la novela ganó el Premio Man Booker en el 2008, es una
meditación honda sobre la pérdida, acerca de la memoria y su punzante eco, a través de un
personaje, Max Morden, el cual se retira a un pueblo costero en el que veraneó de niño con sus
padres, es la huida de un hombre que ha perdido a su mujer, tras una larga y penosa
enfermedad, pero también es el reencuentro con el ayer, con lo que ha marcado su vida, donde
la infancia se vuelve un paraíso, que podemos reconstruir desde el presente, modelando sus
aristas, envolviendo su luz en un espacio nuevo, que nace de la experiencia y de la vida ya
dejada atrás.
El mar es una novela que nos atrapa, sus páginas son como un cúmulo de arena que se adentra en
nuestra piel, nos viste, se adhiere a nosotros para que sintamos su árido tacto, envuelto
junto a la sal del mar, la novela nos acompaña, en su lectura, nos deja el rastro del verano,
del sol y los atardeceres, de la mirada amorosa del niño que soñó con una mujer imposible,
pero también del niño que amó y sufrió en silencio su impotencia ante un amor imposible. Entre
el presente y el pasado, la novela nos transforma, nos hace ver lo vulnerables que somos, lo
débil que es nuestro existir, un vano y presuntuoso esfuerzo para dotar de trascendencia a
todo aquello que carece de ella.
Max recuerda a la señora Grace, nos la describe con poderoso influjo y la vemos, la sentimos,
captamos su olor, su tacto, toda ella, gracias a la prosa de Banville:
“La señora Grace apareció en la orilla. Había estado en el mar, y llevaba un traje de baño
negro, ajustado y de un brillo oscuro, como una piel de foca, y encima de él una especie de
falda cruzada hecha de una tela diáfana, que se sujetaba en la cintura con un solo botón y se
abría a cada paso que daba para revelar sus piernas bronceadas y bastante gruesas, aunque
torneadas” (p. 31).
Pero el recuerdo y la evocación no es solo una descripción física, sino un universo interior
que la prosa del escritor irlandés va trenzando, como una madeja, un hilo fino que nos enreda
irremisiblemente:
“La señora Grace está sin aliento, y se hincha la tersa ladera de su pecho, color de arena.
Levanta una mano para apartarse un pelo que se ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la
mirada en la secreta sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas
fantasías en noches venideras.” (p. 35).
No solo el recuerdo de la señora Grace y de su hija Chloe crean en la novela un universo
apasionante, sino también el presente, la mujer que va muriendo, la esposa de Max, condenada
por una terrible enfermedad de nuestro tiempo, donde sentimos cómo somos cuerpo, cómo toda
nuestra vanidad es nada, cómo la vida comprende solo un espacio de lodo y dolor:
“Era algo que no debía haberle ocurrido, que no debería habernos ocurrido. Nosotros no éramos
de ésos. La desdicha, la enfermedad, la muerte prematura, esas cosas le pasan a la buena
gente, a los humildes, a la sal de la tierra, no a Anna, ni a mí” (p. 24).
El mar es el fondo del dolor, el lugar de reencuentro, el espacio de la eternidad, donde nos
contemplamos, para hacernos preguntas sin respuestas, donde nos vemos, para sufrir, con la
quietud de un tiempo que pasa sin que apenas nos demos cuenta, llevando el dolor a cuestas, el
cáncer que crece dentro, como un mal imparable, al ritmo de las olas, de las aguas que nadie
ni nada pueden contener.
Ver fotografías a través del dolor, eso hace Anna, sabiendo que los rostros amados ya son
historia, que jamás verá las fotos que vendrán después, la muerte como un vendaval se llevará
su cuerpo, quedará solo el eco de una foto, el sonido callado de una palabra que apenas
podemos pronunciar:
“Anna esparció las fotografías a su alrededor, y las estudió ávidamente, los ojos iluminados,
eso ojos que por entonces habían comenzado a parecer enormes, que comenzaban en el armazón del
cráneo”.
Las fotos que ve denotan el horror, la enfermedad latente, una mujer sin pecho, un bebé
hidrocéfalo, la ira de Dios, la que cuestiona Banville como si fuésemos marionetas manejadas
por un ser insensible y cruel, que llena el pecho de los curas, pero que maltrata a los seres
humanos, los lleva a la cosificación más cruel.
Novela dura, desgarradora, que nos deja una honda impresión, si el eco del mar nos salva de la
crueldad humana en el pasado, en el presente, esta se manifiesta, nos hiere hasta el tuétano,
tan inmenso es el desacuerdo entre nuestro sentir y el que nos ofrece un mundo que se acaba,
de injusta manera.
Queda el mar, el sol, la Naturaleza en su esplendor, la que vive Max, sabiendo que un día
también serán epitafio, su propia tumba, el lugar que presenciará su muerte, recordando los
versos terribles de Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.
Acabo con esa presencia, con ese aroma que fundamenta una novela dura, sin concesiones, pero
luminosa, porque lucha en cada página contra la muerte, con el afán de permanecer, a través de
la belleza del mundo:
“Era un ocaso igual a éste, la tarde de domingo cuando llegué para quedarme, después de que
Anna se hubiera ido para siempre. Aunque era otoño y no verano, los rayos de sol, de un dorado
oscuro, y las sombras negrísimas, largas y finas, con la forma de cipreses caídos, eran los
mismos , y reinaba la misma sensación de que todo estaba cubierto de gemas y con el mismo azul
ultramarino del piélago. Me sentí inexplicablemente ligero; era como si la tarde, empapada y
goteando con su falaz patetismo, me hubiera quitado temporalmente el peso del dolor” (p. 126).
Sin duda alguna, Banville sabe que mirando el mar nos volvemos leves, nos hacemos
insignificantes, todo lo importante de nuestra vida se queda en nada, somos ligeros, porque
allí empieza y acaba todo, en el vaivén de las olas, en ese transcurrir del día hacia el
ocaso, donde la vida pierde su trascendencia y solo existir, sin nada más en nuestro interior,
es lo importante.
ANTIGUA LUZ: UN LIBRO LUMINOSO EN LA PROSA DE BANVILLE
Alexander Clave es un viejo actor de teatro que recuerda su viejo amor, encuentra en una joven
el eco del pasado, su vuelo interminable.
Es una novela que retoma la importancia del ayer, la sensualidad, más acentuada que en El mar,
de una época que fue luz y ahora es sombra, el peso liviano de toda trascendencia, en la línea
de sus anteriores novelas.
Lo más destacable es el esfuerzo de Banville por hacernos ver el mundo interior del
protagonista, su vanidad, sus deseos, el fracaso de su universo, donde el teatro es el
escenario de una historia que siempre ofrece flecos, nuevas sombras, luces de neón que llevan
los telones rasgados, los de la pérdida de la felicidad.
Antigua luz crece como un cáncer en nuestra retina, es la historia de una dolorosa ausencia,
un latido que se deshace, un tiempo que se desvanece, unas luces que se apagan antes de
finalizar la función.
El esteticismo de Banville, su maestría para crear universos, está presente, como final de mi
estudio, de una interesante y brillante novela que deja páginas inolvidables, cerca de la
perfección que aquí se escapa, pero que casi toca la misma:
“Era junio, pleno verano, época de tardes interminables y noches blancas. ¿Quién puede
imaginar lo que sentía un muchacho al ser amado en esa época del año? Lo que yo era demasiado
joven para reconocer, comprender, era incluso cuando el año está en su mejor momento ya siente
el impulso de su declive” (p. 135).
En estas líneas está la clave de la novela, todo impulso muere, cuando está en alza, porque,
nos dice Banville, la vida es un declive continuo, una evocación del ayer, un recuerdo del
pasado siempre, vivimos el presente muriendo, haciéndolo pasado, queriendo preservar su
belleza, como el enamoramiento de este hombre de teatro de una joven que es espejo de su
antiguo amor, queremos recomponer las piezas, como en las fotografías que veía Anna, la mujer
de Max, en El mar, fotografías horrendas que nos alivien, pensando que estamos vivos y que, al
final, lo único que importa es estar, sin más pretensiones, mirando al mar y sentirnos
ligeros.
BANVILLE: LA BÚSQUEDA DE LA BELLEZA EN LA PÁGINA EN BLANCO
Banville logra el premio Príncipe de Asturias, por una prosa cuidada y esmerada, que busca
permanecer, vencer al paso del tiempo, hacer de la página en blanco, belleza, todo un alarde
que merece nuestra admiración, un gran escritor de nuestro tiempo, sin duda alguna.
UNA GRAN INFLUENCIA PARA BANVILLE: EL ESTETICISMO DE MALCOLM LOWRY EN BAJO EL VOLCÁN
Los caballos corren por la orilla del mar, Hugh e Ivonne miran en lontananza, se ve la sombra
del volcán irradiando su poderosa luz, su fuego interior, no hay palabras, el lenguaje sobra,
son los ojos los que hablan, los que tientan en la mirada de estos dos seres erráticos que
saben que han perdido la partida.
Novela especialmente compleja, hermosa, desde que vemos al doctor Vigil y Mister Laurelle
hablar después de un partido de tenis, mientras rememoran la vida de Geoffrey Firmin, el
cónsul, el hombre que amó a Ivonne, que recorrió las cantinas de la ciudad borracho, mirando
el cielo, rojizo y resplandeciente, mientras todo México era una hoguera. Novela de difícil
clasificación, escrita por un hombre, Malcolm Lowry que también estuvo en México, donde se
emborrachó hasta la saciedad, que vivió ese culto a la muerte de la ciudad, esos desfiles
macabros de la ciudad, ese continuo fulgor del volcán, testigo inolvidable de las historia de
amor y de desamor de Geoffrey e Ivonne.
Lo que pocos saben, al menos hasta hace poco, la noticia la sacó El País en sus páginas de
Cultura, que Guillermo Cabrera Infante, el gran escritor, iba a hacer el guión de la novela,
pero todo se truncó, hay una versión cinematográfica de John Huston con el excelente Albert
Finney y Jacqueline Bisset, bella siempre, como el cónsul e Ivonne, pero la versión adolece de
bastantes defectos y poco tiene que ver con la densidad emocional de la novela.
Novela que rompe todos los esquemas, donde vemos cómo el diálogo sordo de dos seres que ya se
desconocen, cuando Ivonne vuelve a Tomalin, para intentar reiniciar una relación rota por el
alcohol y las alucinaciones. Vemos y sentimos en cada poro de la piel esos momentos de
intimidad, mientras recorren los parajes maravillosos que han sido parte de sus vidas,
sabiendo que se ha fragmentado ya su historia, como ocurrió en El cielo protector de Paul
Bowles en el escenario tórrido de Marruecos.
Viaje iniciático al infierno es, sin duda, la novela, hermosas imágenes de caballos corriendo
por la playa, pero también de cantinas sucias donde huele a sudor y semen, donde los hombres
pasean su ebriedad, sin vergüenza alguna, viaje de Dante, en este caso el cónsul, al infierno,
pasando por un purgatorio, que nos ofrece soledad y tristeza, una belleza que posee esa bella
mujer, morena, de bella estampa, dulce como un sueño, la Beatriz de Portinari de Dante.
Lowry logra la mejor novela, desde el esfuerzo que supuso obras como Ultramarina donde cuenta
su experiencia, dura desde luego, como marinero en un barco, también Oscuro como la tumba
donde yace mi amigo, otro relato desesperado de dolor y tristeza, Lowry es un visionario, un
alucinado, un hombre que, al escribir, conjura a los demonios, para sacar lo mejor y lo peor
del ser humano, en una radiografía desesperada de las debilidades humanas, las suyas propias
con el alcohol, con un lenguaje bello e hipnótico que nos atrapa y nos hace seguir leyendo.
Puedo decir sin rubor que la he leído muchas veces y siempre encuentro nuevas sensaciones, que
sus personajes se han convertido en míos, en seres conocidos y torturados, en seres que
quieren ser mejores en un mundo que no puede ser peor, la Naturaleza siempre les salva, pero
es testigo de la autodestrucción del cónsul, de su gran soledad. Confieso que es Bajo el
volcán una de las novelas que me sigue doliendo dentro, pero que me salva de los fantasmas de
la realidad, para adentrarme en los de la literatura, tanto como me emocionó el Cuarteto de
Alejandría de Durrel, con personajes que pasean aún en mi memoria.
No hay duda que el autor de Tres tristes tigres o el gran director americano John Huston,
encontraron en la novela muchas lecturas, muchas imágenes, muchos espejos donde mirarse, por
ello, buscaron la ímproba tarea de hacerla visible en el mundo del celuloide o en un guión
inacabado, difícil trasladar el mundo de Lowry, un escritor que murió joven, alcoholizado,
pero que le dio tiempo a escribir una obra maestra, este monumento al amor y al desamor en un
paisaje de volcanes, una novela necesaria en tiempos tan banales como estos, donde muchos, ya
robotizados, persiguen pokemons por las calles, época mediocre que necesita volver a la
reflexión y a la gran literatura.
BANVILLE Y LOWRY: DOS GRANDES DE LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA
Estoy seguro que Banville mira a Lowry, a la belleza de sus imágenes, al portentoso mundo que
refleja en una de sus más grandes novelas, Bajo el volcán, todo un testimonio de una obra
maestra indiscutible, que necesita múltiples lecturas para entenderla en toda su dimensión,
Banville es hoy un buen discípulo de Lowry por el cuidado de su lenguaje y por la belleza de
su obra.
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