
(Ilustración: Ray Respall Rojas)
Se miró en la luna del botiquín. El moretón de ayer comenzaba a amarillear y la hinchazón
había bajado. Cubrió con base y polvos las zonas más notables. Su reflejo la miró alejarse.
Cada vez se sentía menos identificada con ella. A la lástima que sentía por la criatura
tridimensional, se sumaba una rabia creciente, difícilmente contenible.
Los gritos no se sentían del otro lado del cristal. Ana, la del espejo, dormía en la
oscuridad. Se despertó sobresaltada cuando la otra accionó el interruptor del baño, abrió el
grifo y dejó correr el agua sobre el corte encima de la ceja. No pudo creer los extremos a los
cuales había llegado la tolerancia de su doble. Esa noche mataría a la bestia y las dos serían
libres, con el paso del tiempo regresaría la luz a sus miradas, volverían a ser bellas.
Se hizo la luz de nuevo, no sabía cuánto tiempo había transcurrido, con seguridad no más que
unas horas, la herida de la ceja continuaba abierta. Una magulladura en el borde del labio de
su doble, le demostró que con el mero hecho de desearlo, no podía cambiar la realidad. La
bestia seguía viva, transformándole el rostro… Arrasada ante la impotencia, Ana, la del espejo
decidió suicidarse.
Esa noche, cuando la mujer terminó de lavarse el maquillaje con que había intentado ocultar
las marcas, no reconoció la imagen que vio reflejada en el cristal. “Tengo que volver a ser
yo”, pensó y se internó en la oscuridad de la vivienda.
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