• Abel Guelmes Roblejo
    Del color de la luz

    Mrs. Z

    por Abel Guelmes Roblejo

Ilustración Mrs. Z de Julián Alpízar

(Ilustración: Julián Alpízar)
 

A Marié, por el amor y la confianza que compartimos.

…no quise creerle lo de la casa. “Está enojada conmigo… fuera el que fuere el motivo de mi enojo, no era culpable… su castigo no es proporcional a la injuria…”

Marié Rojas Tamayo
La casa sin puertas



Mrs. Z llevaba la vida de cualquier ama de casa. Era feliz. Tenía su rutina diaria, perfeccionada a través de los años. Se levantaba a las siete de la mañana, sin necesidad de reloj.

Una vez despierta, calzaba sus pies con las chancletas de goma, siempre colocadas religiosamente al lado izquierdo de la cama, y seguía recto hacia el baño. A las siete y cuarenta, salía de su cuarto, el primero al subir la escalera de su recién estrenada vivienda.

Se había mudado una vez más para estar junto a su anciana madre y cuidar de ella. Aunque el verdadero motivo, consistía en mostrarle un nuevo mundo; uno que existía más allá de las paredes de la antigua casa que había visto nacer a sus antepasados. Un mundo mejor, poblado más de amor que de trabajo; antes de que le llegara el momento en que la abandonase para siempre. Para eso, había comprado la casa de la publicidad donde ofrecían: “La casa del futuro: una vez que la compra, será suya para siempre”, le gustó aquello porque era justo lo que quería.

Su madre ocupó el cuarto a su izquierda. Cada día la ayudaba a levantarse, para luego despertar a su descendiente, en el cuarto del fondo, siguiendo el pasillo. De paso, aprovechaba para encender las luces en la pared a su derecha y dejar todo listo antes de irse al trabajo. El clásico modelo de familia feliz.

Una de esas mañanas, tocaba hacer las compras y salió hacia el mercado con productos de la India que quedaba cerca de su casa. Llevaba un mes en su nueva residencia y se le antojaba el mejor de la zona. Aquella mañana andaba mirando unos melones que no se decidía a comprar, cuando tropezó con un señor que la lanzó al suelo junto a todas sus mercancías. El causante de su descalabro, un individuo de piel morena y turbante, la ayudó a levantarse y recoger sus cosas.

—Disculpe —le dijo al indio extendiéndole unas frutas—, estas naranjas no son mías. Se deben haber caído por error.

Él se las rechazó con gesto amable:

—Estaban en su cesta, ¿segura que no son suyas? —dijo el hombre.

Mrs. Z no sabía que responder, pensó que con la caída se le habían olvidado. Las tomó y se dirigió a su casa. Miró el reloj y se fijó que había pasado más de una hora de lo planificado y apuró el paso.

Lo primero que vio al entrar fue a su hijo con cara de enojo. Por más que le pidió disculpas por el retraso, él no cambió su estado; ni siquiera después hacerle su comida favorita; la cual rechazó con ingratitud alegando que no soportaba “eso” y ella lo sabía. Mrs. Z no supo qué hacer y se quedó sentada a la mesa junto a su madre, pensando en los cambios tan bruscos de la adolescencia.

La mañana siguiente fue como las demás, “solo un poco más fría que de costumbre”, pensó. Se sentó en la cama y disfrutó del pequeño placer del calor de las pantuflas de felpa en los pies. Siguió su rutina diaria: fue al baño, despertó a su madre y a su hijo. Luego se encaminó a hacer el desayuno; y mientras bajaba la escalera rumbo a la cocina, comenzó a sentir una sensación de “algo va mal”, revoloteándole en su estómago. No supo darle explicación hasta que llegó a su destino: en la cesta de las frutas, en vez de las naranjas, halló melones.

Fue la primera vez que Mrs. Z tuvo certeza de lo que le había estado sucediendo desde hacía un tiempo. Y no solo eran los melones, el calor en sus pies denunciaba la ausencia del frío contacto de sus chancletas habituales, sustituidas ahora por las pantuflas de felpa. Al principio, atribuía aquello al cansancio, pero esta no era la razón de sus tribulaciones. El hecho de que siempre tuviera una estricta rutina la hizo capaz de notar cambios, hasta ese momento muy sutiles…

Al amanecer luego del suceso de las naranjas, se levantó y, como cada día, halló sus chancletas de goma al lado izquierdo, justo al lado de la cama. Se calzó y caminó directo a su baño. Notó algo diferente; pasó buen tiempo antes de percatarse de que el color de las paredes era otro. Para no creer que perdía la cabeza, se convenció a sí misma de que aquel siempre había sido el color.

El día siguiente le probó que al inicio no estuvo equivocada, su baño era del mismo matiz que ella recordaba, no el de la jornada anterior. Se dijo que era sabio tomarse unas vacaciones del trabajo. Pero antes regresaría a buscar los víveres necesarios... Una gran sorpresa se llevó al encontrar, en vez del mercado indio que -según le dijeron- llevaba años en el lugar, una feria de cibernética. Estaba a punto de regresar, cuando reconoció al hombre del turbante, ahora al frente de un stand de la misma firma que le había vendido la casa.

—Buenos días, señor, ¿se acuerda de mí? —dijo y el hombre la miró de arriba abajo tratando de reconocerla, para luego responder negativamente. Ella insistió—: Estuve aquí el otro día, cuando esto era un mercado, ¿recuerda? Usted tropezó conmigo y me tumbó unas naranjas.

El hombre esta vez puso cara de desconcierto.

—Lo siento, señora, ¿usted es nueva por aquí? —le preguntó.

Ante la respuesta afirmativa de Mrs. Z, le explicó que a eso se debía su equivocación: la feria llevaba años ahí, sobre todo luego del éxito de: “las casas del futuro”.

—Sí, sé que las venden, yo misma compré una, cerca de aquí.

El indio escuchó la noticia con mucha seriedad y se tomó su tiempo antes de hablar:

—Y, ¿qué tal le va? ¿Algún problema…?
—No —respondió automáticamente antes de darse cuenta del verdadero significado de aquellas preguntas—. ¿Por qué? ¿Debería preocuparme?

El vendedor supo reponerse rápidamente ante aquella pregunta tan repentina y aparentar calma.

—No, señora, para nada. Esta empresa de cibernética lleva generaciones perfeccionando nuestros productos. Como sabrá por experiencia propia, con su casa —el indio se detuvo al ver la cara de desconcierto de Mrs. Z, evidentemente no sabía de qué hablaba—. Déjeme explicarle en pocas palabras: la cibernética estudia los flujos de información que rodean un sistema, en este caso, su vivienda. La forma en que esta información es usada por el sistema y que le permite controlarse a sí misma. Ocurre tanto para sistemas animados como inanimados. Su hogar, por ejemplo, hace solo lo que usted quiera, no porque lo ordene verbalmente, sino por el cúmulo de informaciones que recoge diariamente. La cibernética trata acerca de sistemas de control basados simplemente en la retroalimentación. Así que, una vez que la compra, será suya para siempre.

Mrs. Z regresó a su vivienda sin despedirse siquiera del vendedor. Al fin entendía, se había dado cuenta de un factor que él desconocía: le quiso mostrar un nuevo mundo a su madre, “y era exactamente lo que la casa estaba haciendo con ella”, pensó. Al entrar, encontró que todo estaba tal y como lo había dejado. Bien, al parecer aún estaban en el mismo escenario. “Pero, ¡¿qué locura es esa de otros universos?!”, se dijo para tranquilizarse ya que en el fondo, aquel era el mayor de sus temores, no podía imaginarse un mundo sin su madre y su hijo. Para ellos había trabajado tanto… Al otro día -pensaba al irse a dormir-, iría a su trabajo y luego buscaría un nuevo lugar dónde vivir.

La mañana amaneció fresca. Mrs. Z cumplió con su rutina: se bañó, despertó a su madre, prendió las luces y llamó a su hijo, quien llevaba días con un creciente mal humor. Nada de lo que hacía por él lograba hacer que suavizara su forma. Pensó que con las vacaciones podrían nuevamente acercarse uno al otro. Se dirigió a su trabajo a pedirlas, pero no pudo encontrarlo.

En su lugar se hallaba otra oficina con rostros familiares… y ni siquiera aquellos “antiguos compañeros” decían conocerla. “La culpa la tiene esa maldita casa”, se dijo en el camino de regreso, ese mismo día se irían de ella. Mas no le fue posible. La compañía no la aceptaba de vuelta, el banco no la quería, el dinero que le restaba era insuficiente siquiera para alquilar otra. Su única opción era ponerla en venta, regresar y esperar. Pero su espera resultaría muy larga…

Al llegar la mañana, el anuncio había desaparecido. Se dio cuenta de que los cambios se realizaban al despertarse. Cada día uno diferente. Tendría 24 horas para descubrir cómo salir de aquella casa. Solo a media tarde, recordó que tenía un último recurso: volver a la antigua vivienda de su madre. No esperó más, tomó el carro y viajó… para encontrarse a otra familia en ella. Fue muy desilusionante, pero al menos había encontrado una solución. A partir de ese momento solo le quedaba esperar cada día, cada variación, hasta llegar al mundo aquel donde ella había nacido. Solo que nunca imaginó lo que viviría a diario.

Nada la preparó para, al día siguiente, descubrir que su hijo era gay. Su enfado le duró hasta que la llamó loca, porque él siempre había sido así. Sin embargo, le resultaba chocante ver a su antes varonil descendiente, pintarse las uñas. Esa noche se acostó más temprano para así apurar un nuevo cambio; cualquiera que fuera. Ella quería que su hijo suavizara su carácter, pero no de esa manera… Despertó a la misma hora.

Cumplió su rutina de chancletas/baño/madre/luces, corriendo para despertarlo nuevamente. Esa vez la casa fue al otro extremo. “Esto es demasiado”, pensó Mrs. Z y comenzó a gritarle a la casa que le devolviera a su hijo. La Barbie rubia que ocupaba la habitación, tuvo que inyectarle un tranquilizante, gracias a que en esa realidad era enfermera. Así fue como Mrs. Z pudo descansar el resto del día.

A las siete, justo al abrir los ojos sonó el teléfono: la llamaban del trabajo preocupados por sus ausencias. Los del otro lado de la línea no entendieron nunca la risa histérica de la pobre mujer, provocada por su extrema alegría; si el resto estaba en orden, podrían escapar de una vez… Sin embargo, el destino tenía otros planes.

Al ignorar su futuro, aquel día Mrs. Z se encontraba más religiosa que nunca; cada vez que se encontraba con algo que fuera normal, daba gracias a Dios. “Baño del mismo color: gracias a Dios”, “mi mamá: gracias a Dios” “luces en la pared: gracias a Dios, “mi hijo, macho, varón, masculino… gracias a Dios”... Se vistió y dijo a su familia que ese día, luego que ella comprobara “una cosa”, se irían un tiempo a casa de su madre; que había que remodelar algunas partes de la casa... Salió sonriendo y condujo hasta su trabajo, solo para descubrirlo convertido en un bar de strippers.

Esa noche lloró como no lo había hecho antes. Quería ser fuerte, le decía a su hijo que había ido a consolarla sin saber el motivo de su aflicción. Él le dio un consejo que ella tomó de buen grado: Que fuera lo que fuera lo que la aquejaba, aceptara las cosas tal y como eran, sin desesperarse.

Y eso fue lo que se propuso; incluso cuando al llegar la mañana, el orden de las habitaciones de la casa estaba cambiado por completo y su madre robot limpiaba la cocina. O cuando amaneció siendo hombre y casi se desmaya de la sorpresa que tenía en los pijamas. En todo momento aceptó lo sucedido y vivía el día a día al lado de su madre y de su hijo, ellos eran sus bendiciones. Estuvieron apoyándola aun cuando una mañana se despertó siendo la fugitiva más buscada del país, y su familia la escondía. Incluso desde el clandestinaje, se mantuvo fuerte y daba gracias a Dios. Mientras estuvieran juntos, comenzarían todo de nuevo y diferente a la vez en la mañana.

Y así fue el siguiente amanecer y el siguiente... Hasta el día en que despertó, se calzó las chancletas, fue al baño, despertó a su madre y caminó a despertar a su descendiente. Al abrir la puerta, Mrs. Z se desplomó al suelo como si de repente se le hubieran escapado los huesos del cuerpo. Ver el cuarto vacío era más de lo que una madre podía soportar. La suya no la entendía, para ella Mrs. Z ya se había hecho la idea que nunca tendría hijos. Pero sí, en otro mundo lo tuvo y lo crió. Aquello era el colmo de lo imperdonable y como la culpa era de la casa, la tomó con ella. Bajó al garaje, agarró una mandarria y golpeó cuanta pared vio. Su madre, le gritaba que se tranquilizara, pero Mrs. Z estuvo rompiendo paredes y pisos hasta no poder mover un músculo más por el cansancio.

La casa se tomó de mala manera aquella ofensa y, como castigo, mantuvo a Mrs. Z muchísimo tiempo viviendo solo con la compañía de su madre. Hasta que una mañana sintió unas manos sacudiéndola. Al abrir los ojos vio a su hijo flotando sobre ella. Había pasado tanto tiempo sin él, que pasó por alto el hecho de tener un hijo volador. Le abrazó tan fuerte que él tuvo que apelar a sus fuerzas y soltarse.

Ese fue el único día que Mrs. Z se saltó su rutina.

Agarró a su muchacho del brazo y lo llevó hasta el cuarto de al lado, montó a su madre encima de él y salió corriendo sin rumbo a la calle con su familia a modo de papalote. La casa los vio perderse, pero Mrs. Z no miró atrás ni un momento. Corrió por el espacio que le hicieron los girasoles gigantes al apartarse. No se detuvo cuando la saludaron los hombres con cabeza de pez, o al chocar con una presencia invisible. No paró de correr al atravesar el sembrado de tomates parlantes y asesinar sin querer a una familia entera, ni cuando se le acabó la tierra, tuvo que correr sobre el agua y sufrió el riesgo de ser devorada por una roca.

No descansó hasta que sus pies comenzaron a sangrar en un tono de aguzado color azul, pero eso era nada comparado con el sentimiento de libertad que experimentaba.

“¿Y qué es una casa comparada con esto?”, se decía, mientras miraba a su hijo jugar con la cola de su abuela, “Si al final, el hogar será siempre donde estén mis seres queridos”.


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