Él sabía que difícilmente saldría de las oscuras callejuelas de su pueblo y menos aún de los
tortuosos caminos de las montañas
semper verdis donde, al par que las mulas solía
arrastrar su penoso cargamento, estaba viviendo atrapado entre las garras azul verdosas que
los vaporosos cerros le tendían circundando su vida. Él amaba los bosques, aun más los
volcanes pero a decir verdad a ratos sentía que le agarraban por el cuello cerrándole el
aliento y deseaba con toda el alma tener alas para poder volar alto, muy alto, más allá
allende las fronteras, que los más altos picachos le enmarcaran. Cada vez que subía la sierra
sentía que le sangraban el alma dejándole profundas huellas que goteaban su dolor en púrpura
profundo por no poder salir de ahí.
¿Que como llegó a esas lejanas tierras? solo sus ancestros lo podrían explicar, pues solo
recordaba la cara de su abuelo parado frente al muelle, con el borsalino negro y la mirada
perdida hacia ultramar, nunca nadie le dijo como habían llegado solo sabía que había sido
forzosa la salida y más amarga aun la travesía desde Barcelona hasta llegar el barco al puerto
de Veracruz.
Sabía que saldría, siempre se lo dijo desde muy pequeño cuando volvía la mirada hacia la
lejanía y sentía el aire sofocante de un verano que al no pertenecerle le asfixiaba. Se
prometió salir de ahí e irse muy lejos para nunca más volver. Apenas emplumaba cuando llenando
sus ojos del azul del cielo supo que, aun careciendo de alas, ciencia y saber liberan. Siguió
el camino tortuoso del empedrado sendero a través de escuelas y libros, ascendió la escalera
resbaladiza de las calumnias, las envidias por los talentos exhibidos, probó el amargo sabor
del aislamiento por ser el mejor, el más brillante, pues los tres mosqueteros que formaba con
sus amigos pronto se desintegrarían ante el primer trallazo de la intriga académica. Y en
paralelismo con la experiencia del jardín de niños, atendiendo a órdenes superiores por azares
del destino el doctorado canceló; tuvo que conformarse con solo la nostálgica mirada con que
el edificio amigo prometiéndole guardar silencio de lágrimas vertidas, le dejo partir.
Gitzo no se dejó hundir, no venía ese programa en su sangre de cóndor, de Ave Fénix; emprendió
el viaje hacia el norte llevando por equipaje una maleta llenecita de nubes espesas que le
permitieran dormir y soñar con ellas, un frasco grande con el sonido de las olas del mar y una
cajita dorada con polvo espeso de niebla y verdor tropical para cuando enfermara de
melancolía. Una vez listo el equipaje se lanzó no a la mar como hubiese deseado el abuelo,
sino a una simple travesía en autobús con poca plata, mucha energía y una doble carga de
ilusión.
Sabía que no volvería a esas tierras tropicales que tiempos terribles se avecinaban sobre esos
cafetales tan amados que la sangre de los indios reclamaba venganza por la opresión ejercida
desde la ambición de España que ahora se entrecruzaba con la arquetípica sujeción imperialista
de la producción en serie y paralelo, especies mejoradas y productos sintéticos eficientes y
baratos para el consumo vicioso de los parientes ricos que pudiesen bien pagarlos. Gitzo no se
quedaría a ver agonizar su pueblo envuelto en la mancha de la violencia, se echó a volar con
un nudo en la garganta y sin decir adiós. Sería cosa de trabajar fuerte, estudiar mucho y
escribir más; que para eso se pintaba solo para aprender nuevas lenguas, dolores y ausencias
hubo que sangrar de nuevo hasta llegar a demostrar que las letras españolas se volverían a
cubrir de gloria en tierras extranjeras.
Y como en la famosa comedia de Don Antonio Zamora, No hay plazo que no se cumpla ni deuda que
no se pague, alboreció siendo agosto el ansiado día en que recubrió con la Vestimenta
Doctoral, ya casi sin alma sin aliento. Ese día a Gitzo le costó doble esfuerzo encontrar de
entre su armario de recuerdos la cara de la felicidad, ¿dónde está, donde estará? se reclamaba
a sí mismo, donde le habré puesto por aquí debe de haber quedado, hasta que de pronto encontró
un pequeño hatillo de seda verde con un fuerte olor a musgo de montaña, sangre y lágrimas, lo
abrió presuroso con temor a que se despedazara entre sus manos o se le escurriera en forma de
gusanos de dolor. Cuando al fin lo abrió, se encontró con una mascarita rara, ajena del todo a
su dolor, -la del feliz graduado Doctor of Philosophy- trato de estirarla con cuidado, le
sacudió la pátina de horror, le sopló tres veces para imbuirle animos acomodándosela a la cara
con las yemas de los dedos cual si fuera joya ajena, con miedo y con decoro. Salió de su casa
sin reconocerse a sí mismo dispuesto a cumplir con los Doctos la ceremonia ancestral. Había
llegado la hora de arrojar el nudo amargo del dolor que durante años le ató la garganta, lo
arrojó en una pequeña botella de cristal azul añil conseguida ex profeso, escupió hasta la
última gota del amargo sabor, le selló cuidadosamente y sin que nadie le viera en su camino
poco antes de entrar al recinto doctoral, levantó una tapa de atarjea previamente seleccionada
y dejo caer la botellita de amargura en el mar profundo del olvido.
Mientras le investían con el grado de Doctor notó que algo tibio le escurría por detrás de las
minúsculas orejas justo por el cuello hacia el corazón; no pudo evitar la zozobra del miedo y
enterrando sus dedos entre las ropas suspiró profundo al saber que solo eran las lágrimas que
rebozaban de mente y corazón. Se había graduado Doctor lejos muy lejos de los cerros azules,
de las nubes espesas, de las montañas tortuosas, de la juventud. Adeu.
