• Edith Getzmi
    UNIVERSO DE LETRAS

    DOCTOR HABEMUS

    por Edith Getzmi


Él sabía que difícilmente saldría de las oscuras callejuelas de su pueblo y menos aún de los tortuosos caminos de las montañas semper verdis donde, al par que las mulas solía arrastrar su penoso cargamento, estaba viviendo atrapado entre las garras azul verdosas que los vaporosos cerros le tendían circundando su vida. Él amaba los bosques, aun más los volcanes pero a decir verdad a ratos sentía que le agarraban por el cuello cerrándole el aliento y deseaba con toda el alma tener alas para poder volar alto, muy alto, más allá allende las fronteras, que los más altos picachos le enmarcaran. Cada vez que subía la sierra sentía que le sangraban el alma dejándole profundas huellas que goteaban su dolor en púrpura profundo por no poder salir de ahí.

¿Que como llegó a esas lejanas tierras? solo sus ancestros lo podrían explicar, pues solo recordaba la cara de su abuelo parado frente al muelle, con el borsalino negro y la mirada perdida hacia ultramar, nunca nadie le dijo como habían llegado solo sabía que había sido forzosa la salida y más amarga aun la travesía desde Barcelona hasta llegar el barco al puerto de Veracruz.

Sabía que saldría, siempre se lo dijo desde muy pequeño cuando volvía la mirada hacia la lejanía y sentía el aire sofocante de un verano que al no pertenecerle le asfixiaba. Se prometió salir de ahí e irse muy lejos para nunca más volver. Apenas emplumaba cuando llenando sus ojos del azul del cielo supo que, aun careciendo de alas, ciencia y saber liberan. Siguió el camino tortuoso del empedrado sendero a través de escuelas y libros, ascendió la escalera resbaladiza de las calumnias, las envidias por los talentos exhibidos, probó el amargo sabor del aislamiento por ser el mejor, el más brillante, pues los tres mosqueteros que formaba con sus amigos pronto se desintegrarían ante el primer trallazo de la intriga académica. Y en paralelismo con la experiencia del jardín de niños, atendiendo a órdenes superiores por azares del destino el doctorado canceló; tuvo que conformarse con solo la nostálgica mirada con que el edificio amigo prometiéndole guardar silencio de lágrimas vertidas, le dejo partir.

Gitzo no se dejó hundir, no venía ese programa en su sangre de cóndor, de Ave Fénix; emprendió el viaje hacia el norte llevando por equipaje una maleta llenecita de nubes espesas que le permitieran dormir y soñar con ellas, un frasco grande con el sonido de las olas del mar y una cajita dorada con polvo espeso de niebla y verdor tropical para cuando enfermara de melancolía. Una vez listo el equipaje se lanzó no a la mar como hubiese deseado el abuelo, sino a una simple travesía en autobús con poca plata, mucha energía y una doble carga de ilusión.

Sabía que no volvería a esas tierras tropicales que tiempos terribles se avecinaban sobre esos cafetales tan amados que la sangre de los indios reclamaba venganza por la opresión ejercida desde la ambición de España que ahora se entrecruzaba con la arquetípica sujeción imperialista de la producción en serie y paralelo, especies mejoradas y productos sintéticos eficientes y baratos para el consumo vicioso de los parientes ricos que pudiesen bien pagarlos. Gitzo no se quedaría a ver agonizar su pueblo envuelto en la mancha de la violencia, se echó a volar con un nudo en la garganta y sin decir adiós. Sería cosa de trabajar fuerte, estudiar mucho y escribir más; que para eso se pintaba solo para aprender nuevas lenguas, dolores y ausencias hubo que sangrar de nuevo hasta llegar a demostrar que las letras españolas se volverían a cubrir de gloria en tierras extranjeras.

Y como en la famosa comedia de Don Antonio Zamora, No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, alboreció siendo agosto el ansiado día en que recubrió con la Vestimenta Doctoral, ya casi sin alma sin aliento. Ese día a Gitzo le costó doble esfuerzo encontrar de entre su armario de recuerdos la cara de la felicidad, ¿dónde está, donde estará? se reclamaba a sí mismo, donde le habré puesto por aquí debe de haber quedado, hasta que de pronto encontró un pequeño hatillo de seda verde con un fuerte olor a musgo de montaña, sangre y lágrimas, lo abrió presuroso con temor a que se despedazara entre sus manos o se le escurriera en forma de gusanos de dolor. Cuando al fin lo abrió, se encontró con una mascarita rara, ajena del todo a su dolor, -la del feliz graduado Doctor of Philosophy- trato de estirarla con cuidado, le sacudió la pátina de horror, le sopló tres veces para imbuirle animos acomodándosela a la cara con las yemas de los dedos cual si fuera joya ajena, con miedo y con decoro. Salió de su casa sin reconocerse a sí mismo dispuesto a cumplir con los Doctos la ceremonia ancestral. Había llegado la hora de arrojar el nudo amargo del dolor que durante años le ató la garganta, lo arrojó en una pequeña botella de cristal azul añil conseguida ex profeso, escupió hasta la última gota del amargo sabor, le selló cuidadosamente y sin que nadie le viera en su camino poco antes de entrar al recinto doctoral, levantó una tapa de atarjea previamente seleccionada y dejo caer la botellita de amargura en el mar profundo del olvido.

Mientras le investían con el grado de Doctor notó que algo tibio le escurría por detrás de las minúsculas orejas justo por el cuello hacia el corazón; no pudo evitar la zozobra del miedo y enterrando sus dedos entre las ropas suspiró profundo al saber que solo eran las lágrimas que rebozaban de mente y corazón. Se había graduado Doctor lejos muy lejos de los cerros azules, de las nubes espesas, de las montañas tortuosas, de la juventud. Adeu.


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