Ya no cantará más el ámbar insurgente
de la sirena
Soneto LVII
Pablo Neruda
Había jurado que la hallaría, a pesar de los descreídos, los científicos, los materialistas,
los cazadores de brujas trasnochados, los niños que ya no escuchan cuentos, los que no creen
en los sueños; a pesar de los que lo llamaron loco, los que se habían reído en su cara cuando
les contó... Iba a encontrar esa sirena, la atraparía y traería como prueba de que no mentía,
como tampoco mintieron aquellos marinos de antaño que juraban haber caído bajo el embrujo de
sus cantos. La seguridad que dominaba sus pasos le venía de un sueño que se repetía noche a
noche: su sirena, cual novia impaciente, le llamaba desde algún sitio que aún no alcanzaba a
definir.
Su canción lo llenaba de una nostalgia indescriptible, trayéndole recuerdos, imágenes borrosas
plenas de voluptuosidad, sensaciones placenteras... llevándolo a romper sus ataduras con la
sociedad, la cordura y el pasado con tal de ir a su encuentro.
Estaba tan seguro de encontrarla que no le importó sumar sus ahorros de años y vender su auto
para comprarse una pequeña embarcación, que equipó con lo imprescindible para tornarla su
nuevo hogar, de donde no saldría sino a reponer las provisiones, hasta que no tocara
definitivamente la costa, portándola en la pecera gigante que tenía preparada.
Recorrió como un poseso los mares de la tierra. Tanto soñó con ella que aprendió a dibujarla
con mano maestra, él que nunca pasó de torpes bocetos... Podía tocarla en sueños, se le
tornaba tangible a través de la intensidad de su canto; su imagen se le volvió obsesión al
punto de soñarla despierto, olvidando el transcurso de los días. Aprendió a amarla a pesar de
las diferencias morfológicas. Se regodeaba en la visualización del primer encuentro.
Si bien en un principio pensó en donarla a un acuario, a un instituto científico, o a veces,
recordando lo invertido, en venderla al mejor postor; ahora la quería sólo para él. Habría un
horario de exhibición que le reportaría jugosas ganancias, pero el resto del tiempo sería
exclusivamente para su deleite…
Absorto en sus cavilaciones, extravió su rumbo. Se abandonó a la deriva; vivió de agua y de
sueños. Cuando comenzó a agotarse el preciado líquido, se recostó en la cubierta, entregado
por entero a su delirio.
Lo despertó de su marasmo una suave melodía, venida de afuera y no del interior de su cabeza
recalentada; arpegio que iba tomando consistencia, tornándose canto, salido de tan
extraordinaria garganta, que no podía venir de otra entelequia que no fuera la que tanto había
añorado. Se desperezó, sin saber si era presa de la locura: Tan real como su propio cuerpo mal
alimentado, como su barca, como la roca en que estaba sentada, su sirena le tendía los brazos.
Una pecera a la medida, con todo lo necesario, enclavada bien lejos de la costa, para que ni
soñara con escapar, horarios de visita para reponer los gastos - los más molestos eran los
grupos escolares -, el resto del tiempo era para entregarse al placer de contemplar lo nunca
antes visto, de poseer lo exclusivo, de estudiar su comportamiento, de conocer su tesoro cada
vez más profundamente; sabiendo que ninguno de los dos volvería a aquella roca...
¿Quién le hubiera dicho que su amada sirena era una exploradora, la única de su especie que se
había arriesgado a subir a la superficie para probar que los hombres, esos seres que durante
siglos habían tentado a sus antepasados, eran algo más que leyendas? ¿Cómo imaginar que
aquellas visiones, la melodía que lo impulsó, eran implantados por su poder especial de
dominar la mente de criaturas inferiores?
Se contentaba con la idea que esgrimía cuando su encierro comenzaba a agobiarlo: De tantos
que, por ley de la probabilidad, escucharon el canto, había sido el único en seguirlo, pese a
los materialistas, los científicos, los descreídos, los niños que ya no leen a Andersen, los
cazadores de brujas, los que lo llamaron loco, los que se rieron en su cara... Como dirían en
tierra, había sido él "quien mordió el anzuelo".
La sirena anotaba algo en una especie de cuaderno mientras lo observaba con atención. Exhaló
su aliento en el cristal y le regaló un corazoncito dibujado con el índice.
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