El día de su muerte amanecí muy triste, pues sin saber que en esos momentos se disponían a cremarla, de pronto apareció su rostro en mi pensamiento y supe que debía rezarle un réquiem.
Mi tía Yaya, españolita casta y pura, por ella conocí la ternura. Ella como la “Tía Chofi” de
Sabines, fue para mí casi una santa, tal vez debería mandar canonizarla o al menos proponerla
en mis sueños como tal, ante el Ángel Custodio de mi corazón, eso debiera yo hacer al menos.
Lejos, muy lejos de ser la perfección como suelen los clásicos renacentistas dibujar a los
ángeles y seres celestiales, mi tía Yaya era regordeta, semejaba una Madonna de Bocaccio
epítome de salud y fortaleza poseedora además de gran paciencia. Más que muchos modelos
clásicos de belleza renacentista, era una especie de ángel terrenal con ojos marrón y pelo
rizado, como deben andar tantos sobre esta tierra dando trompones en defensa de los tristes y
maltratados sobre todo por aquellos que aun muriendo de melancolía se ven obligados a
trabajar, a salir todos los días a tomar un burdo camión, o caminar tres millas para llegar a
la oscura fábrica, o al cajón de ropa que por supuesto no es suyo, y todo para ganar el pan de
cada día, siquiera el necesario bocado o la poca plata para abonar al usurero. Fue por ella
que conocí, en una versión infantil de lucha de clases, que había pobres; cuando con actitud
casi historiográfica me relatara de los efectos de la colonia sobre los indios en América.
Para todos tenía mi tía la caridad, para sus pobres, para las monjas, parientes y amigas
carentes de cariño, solitarios gatos y sobre todo para los niños maltratados como yo.
Ella se revestía de tozudez y no le costaba trabajo, con sus ojos brillantes su sonrisa amable
y sobre todo con su frente amplia y serena enfrentaba a los malvados para defender a sus
pobres; en cuanto a mí, cuando por las tardes acudía para contarle mis cuitas de escolapia y
sobre todo llorar los golpes recibidos en casa, al consolarme me inyectaba la esperanza, me
imponía la sonrisa con un dulce en la boca y me hacía sentir transportada y segura de andar
siempre con un Ángel Guardián. Yo sabía que ella me consolaría al final del día, me animaría a
bañarme y lucir bonita a pesar del desánimo, el desamor y la rudeza de la casa paterna. Y que
al siguiente domingo sin duda al llevarme a Misa me compensaría con un rosario devoto coronado
con una nieve fresca y la promesa de algún día hacer un retiro espiritual comiendo las
delicias de la repostería en el convento de las Monjas Josefinas.
Ella, mi tía Yaya me cobijó en su propia recámara cuando jovencita mis padres me echaron de
casa, abrió un pequeño catre para que durmiera junto a su cama donde todas las noches ella se
daba al cuidado de su madre ya demente. Y sin embargo la ternura la sobraba, le alcanzó para
quererme tanto. Ella misma me enseñó a celebrar la osadía de la vida y de la muerte, la
dulzura de la fe en los ojos de María Santísima y el sabor de los tamales de nuez y de
vainilla en medio de la bruma decembrina cuando sentadas en un puesto pobre de comida nos
sentíamos arropadas entre los indios presurosos del mercado.
A semejanza de las arañas de la cristalería del comedor familiar, me enseñó el bello oficio
de bordar y de tejer, proveyéndome de las herramientas adecuadas: seda para bordar y lanzadera
para tejer, mi primer libro de oraciones traído de ultramar al par que mi vestido de encajes
para la primera comunión; paradas frente al Santísimo expuesto me entregó la llave maravillosa
de la fe; pero sobre todo, muchas veces me cobijó su abrazo, única fuente de ternura cuando
niña, sus manos regordetas recogieron las mías y su amor continúa envolviéndome, especialmente
cuando el recuerdo de la crueldad de mi madre aun me cierra el cuello con lágrimas y el veneno
de la burla de mi padre me hace vomitar y no puedo ya continuar tecleando y menos aún
viviendo…
Entonces su recuerdo viene y me salva del abismo, mi tía Yaya, su amor por de mí, me toca el
hombro quedito y me invita a seguir, me compone el pelo, me dice varita de nardo, flaquita
bonita, ría de mi corazón, ya no llores más por Dios.
No me alcanzó la vida para traerte conmigo, nunca supe que tú eras el talismán que Dios me dio
¿pero cómo había de saberlo? ¡Sin ni siquiera conocerme yo!
Ahora, solo deseo que un coro de ángeles te lleve en andas ante el dulce rostro de Jesús y ahí
te coronen con las más hermosas rosas y te declaren princesa de mi Señor y te quiera tanto el
Sagrado Corazón que te convierta en estrella, o simplemente te asigne ser el Ángel guardián
del bebé de mi corazón.
