Nos pasamos media biografía hostigándonos unos a otros y acosándonos mediante lenguajes
hipócritas, rompiendo con nuestras tradiciones, haciendo barrida de todo, hasta de las raíces
que nos sustentan, como seres vivos y pensantes. Tanto es así, que nuestra específica historia
de cada día, también la amoldamos a nuestros intereses, y así ha surgido una nueva corriente
impositiva de vivir el momento presente, aunque nadie respete a nadie. Hay una colonización
cultural destructiva a más no poder. No tenemos que ir demasiado lejos para ver algunas
muestras, de ese fomento ideológico, que nos deja sin palabras. Todo lo que no me agrada lo
acorralo, lo dejo sin espacio, sin camino. No importa el número de perseguidos, lo que
interesa es el disfrute egoísta del instante. Da igual que origine desequilibrios. Los
poderosos nos han aleccionado hasta el extremo de dejarnos sin conciencia. Lo fundamental es
la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. Vivimos anestesiados. Ayer
las diferencias se consideraban. Hoy, con estas modernidades rígidas, todo se pone en
entredicho, hasta la misma creación o el equivalente sentido natural de las cosas. Ojalá
abramos los ojos antes de que sea demasiado tarde y pongamos más corazón que ideología en
nuestro andar, más serenidad que terror en nuestro sentir, más vida que muerte en suma.
Estamos en la era en que todo se falsifica, en lugar de buscar la rectitud del cobijo y no del
ataque permanente. A las realidades hay que conocerlas por su nombre. Y, en este sentido, los
sembradores del terror son terroristas, y sus actos son injustificables independientemente de
quién, cómo, dónde, cuándo y por qué se cometan. De ahí, que todos los Estados han de combatir
esta lacra actual, ajustándose a las leyes internacionales humanitarias, de refugiados y de
derechos humanos. Sea como fuere, hay que llevar ante la justicia a los perpetradores,
organizadores y patrocinadores de estas vilezas, que nos revelan el salvajismo más cruel,
donde todo se rige por la fuerza del poder. En efecto, la apuesta de una sociedad menos
ideologizada, requiere de unos gobernantes dispuestos a escuchar sobre todo lo demás, y a
mandar según la ecuánime razón. Ahora sabemos que Latinoamérica es la región más peligrosa del
mundo para las mujeres. Por ello, en esta precisa coyuntura, también debemos preguntarnos
sobre la causa que motiva que, tantas actitudes violentas, crezcan en nuestros corazones. Nada
sucede porque sí. Todo es manipulable. Lo que requiere de nosotros, otras autenticidades, al
menos para reconstruir esa piña en torno a una convivencia armónica que nos aglutine sin
exclusiones.
En cualquier caso, ante estas modernidades irrespetuosas con algunas gentes, urge repensar en
ese espíritu fraterno que todos requerimos, junto a una presentación responsable de una
sociedad democrática, capaz de ofrecer posibilidades de proceder digno para todos sus
moradores. Esta es la cuestión. Por lo tanto, uno debe preguntarse por esta atmósfera de
ideólogos doctrinarios que todo lo dividen a su antojo, bloqueando cualquier senda de rescate.
Lo importante, a mi juicio, es ser menos predicadores y más servidores unos de otros. Siempre
es más valioso tener la incondicional estima por el ser humano, que su fascinación por lo que
nos aporta a favor de nuestra economía. Sin duda, es evidente que tenemos que cambiar para no
seguir haciéndonos daño a nosotros mismos, lo que nos exige reencontrarnos con la verdad, que
es la que nos hará más bondadosos, mejores personas. Seguramente hemos de ir a
contracorriente, pero al final del trayecto, despojados de estas nefastas ideologías que nos
adormecen en la pasividad, colonizándonos en la permanente confusión, hallaremos otros caminos
más de todos y de nadie, donde la belleza gobernará los espacios. Dicho lo cual, y a mi manera
de ver, la más nefasta de todas las ideologías es la de género, destructora como nadie de la
familia, puesto que desmantela ese mismo vínculo innato que nos une y complementa; no en vano,
se presenta una sociedad vacía de fundamentos antropológicos, sin otro interés que el
pecuniario.
En un mundo como el actual, tomado por las ideologías, o las frenamos puesto que todas ellas
son excluyentes y rupturistas, o vamos al fin de la especie humana. Su abecedario es el
discurso del odio y la venganza, y esto no puede durar por mucho tiempo, ya que nuestro signo
de la interdependencia ha de convertirse en una entrega generosa, cada cual consigo mismo y
los demás. No olvidemos, ni por un rato, que somos herederos de generaciones pasadas y de que
tenemos el deber comunitario de crecer conjuntamente en humanidad más allá de nuestro impulso
mezquino, privativo de este materialismo verdaderamente sofocante, que cada amanecer
comercializa aún más si cabe con vidas humanas. Nos alegra, en consecuencia, que el Consejo de
Seguridad de la ONU inste una vez más a los Estados a reforzar su compromiso político y a
cumplir las obligaciones jurídicas de tipificar como delito la trata de personas, además de
prevenirla y combatirla por otros medios. A propósito, el líder de Naciones Unidas acaba de
reiterar el horror generalizado que causaron las recientes imágenes de migrantes africanos
vendidos como mercancías en Libia, lo que podría constituir un crimen de guerra o de lesa
humanidad. Desde luego, es nuestra responsabilidad colectiva detener estos ambientes
ideológicos que nos mercantilizan, como agentes de compraventa. Esto conlleva, aparte de hacer
justicia, a movernos solidariamente, auxiliándonos unos a otros, con vistas al cumplimiento de
ese sueño respetuoso con toda existencia y que, además, nos ofrezca fortaleza para el pasaje.
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