De Memoria reverdecida (2002)
En aquellos años no se decía en los patios del barrio Navidad, sino Nochebuena; y la
Nochebuena se anunciaba a su tiempo, sin iniciativas prematuras por parte de los supermercados
(que no existían) ni de las tiendas. Tímidamente, a medida que avanzaba el mes de diciembre,
se prodigaban los vendedores de lotería nacional por la Esquina del Gordo, tales como Alfonso
el de Sandiales o Aragón el guardia, que iban directamente a la clientela de años ha; o bien
se veía en la puerta del Mesón del Duque o en la calle de las Flores a los paveros con su
dispersa y lenta pavada glugluteadora, el escaparate de la tienda de ultramarinos del Gordo,
el de Juanito Cindo o el de San José, que sorprendían a los clientes y viandantes con un
muestrario que era consabido de un año para otro, siempre con el indiscutible protagonismo de
los pasteles de gloria, los turrones Monerris, el pan de Cádiz, las figuritas de Mazapán, las
almendras confitadas y las peladillas, entre otras confituras que servían de relleno, asomadas
graciosamente entre las botellas del anís, del coñac y del brandy de las marcas ya conocidas y
consagradas por el público.
Otra evidencia de la cercanía de la Nochebuena la señalaba la venta de los anafes en la tienda
de mi madre, traídos de su taller por Picardo, que era guardia, así como los sopladores, que
los exportaba por la Isla uno de Medina, que también nos surtía de escobillas, esteras y
alhucema.
Para mí la señal de la presencia de esa fecha verdaderamente mágica estaba en casa de mi tía
María, adonde yo iba a jugar con mis primos y donde también vivía mi abuela; mi otra abuela,
Pepa, madre de mi padre, vivía en la calle Hernán Cortés, a la que yo con mi hermana visitaba
a menudo, como a sus hijas, Luisa y Matilde, que vivían muy cerca de ella.
Lo primero que hacía mi tío Pepe era poner un enorme nacimiento, enorme y hermoso para
aquellos tiempos; mi tío se esmeraba en los detalles y aquel montaje era como una lección de
historia sagrada, doméstica y familiar; y entre trasteos de caja de cartón, aserrín, papel
plateado, voces, retoques y ensayos de cómo colocar la estrella donde mejor cuadrara encima
del portal, ya se olía a la fritura de la matalauva, que, una vez colada, se le echaba a
la masa, con aceite, aguardiente y sal; pasadas unas horas, estiraba la masa con una botella a
manera de rodillo y la ponía en una fuente, lista para un interminable freír.
Al cabo de un buen tiempo, dos inmensos y tradicionales lebrillos acogían aquel enjambre de
tortas, que esperaban el rocío dulcísimo de la miel -de la que no se oía hablar hasta
entonces- y las bolitas de colores.
Si nos íbamos al manchón, el olor llegaba hasta allí, hasta la cola del grifo, y más de un
vecino o vecina que subía o bajaba la calle Olivarillo, meneaba la cabeza con ademán de
apetito y miraba por la ventana:
¡María, que me vas a tener que dar a probar una!...
A partir del día de la suerte, la Nochebuena ya había estado sonando en la calle San Antonio
jugando a la comba, pero cantando de manera fragmentaria y deshilachada los villancicos de
siempre. A media tarde, como para calentar el frío del crepúsculo, Manolo el Mirlo, carpintero
de palas para la arena del Zaporito, que vivía al lado del patio de San Antonio, acostumbraba
a encender una fogata, y algunos niños y niñas se acercaban como si el azar quisiera
improvisar una estampa de un caprichoso belén de maderas y utillaje de carpintería, mientras
que del callejón del Loco Pérez subía un agradable y ya conocido olor a pino quemado del horno
del Cuco, que era donde cocía el pan que luego trasladaba a la panadería cercana en grandes
espuertas.
Pero era el mismo día, la misma tarde de la Nochebuena cuando en todos los patios, se olía, se
veía, se palpaba el humo del aceite de las tortas. Los bares -el Gordo, Gabino, Paco, Maera-
cerraban antes, en algunos casos por temor a las retahílas de los borrachos y también por
nostalgias familiares. Pandillas del patio Cambiazo pasaban por la Esquina, otras subían de
las Callejuelas; algunos, saliéndose momentáneamente de la pandilla, entraban en la tienda de
mi madre y compraban una matraca, ya bien entrada la noche, cuando feligreses y feligresas se
acercaban al convento del Carmen para oír la misa del Gallo.
Durante la madrugada, yo oía cómo las pandillas, de vuelta de su ronda por otros patios, entre
las bromas y veras del aguinaldo y con unas copitas de anís rivalizando con el coñac, bajaban
o cruzaban la Esquina, ya dispersas las voces, las panderetas y las matracas, barajando las
anécdotas que contarían días después, amenizadas con exageraciones, mentiras y chascarrillos;
mientras tanto, yo recordaba, como contraste con lo que me parecía una algarada de guasones,
la canción de Los campanilleros, de la Niña de la Puebla, que se oía con frecuencia en la
radio por aquellos días, y eso, unido al paladeo de las tortas que mi tía me daba sacándolas
de uno de los dos lebrillos, así como la contemplación del nacimiento en compañía de mis
primos, me forjaban una imagen inolvidable de la Nochebuena, en esos años infantiles en que se
conoce el mundo del entorno con los ojos de la ilusión; imagen o estampa que podrá amarillear
pero nunca desaparecer, porque ya no volveremos a comer tortas como aquéllas ni veremos un
nacimiento como aquél.
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