• Abel Guelmes Roblejo
    Del color de la luz

    Lo invisible a los ojos

    por Abel Guelmes Roblejo


Para María Elena,
por su extraordinaria y brillante alma.


Escogió aquella especialidad en particular porque desde pequeña se obsesionó con encontrar todo lo que se podía, o no, observar a simple vista. Contemplar los diminutos y ocultos detalles de todo a su alrededor. Su familia, que siempre la complació en todo, con esta característica suya no fue diferente y en su quinto cumpleaños le regaló una lupa y un microscopio. La primera, la llevó siempre en un bolsillo para mirar lo que no podía en el segundo. Miraba extrañas formaciones en la madera de la silla, los árboles, la mesa, los columpios, su perra y hasta la palma de las manos de los visitantes y familiares en la casa. Todo pasaba bajo el lente de su lupa o el microscopio. A veces por ambos. Su madre le preguntaba en ocasiones, cuando la veía a gatas por la casa “¿encontraste lo que andabas buscando, Elenita?” “No, mami, pero lo voy a encontrar, no te preocupes. Enseguida te lo diré”, y seguía la exploración. Todos se tomaban aquello como un juego, sin embargo, para ella nunca lo fue. Sentía que nada tenía mayor importancia y seriedad, que aquello que buscaba por doquier.

Se comenzaron a percatar que iba en serio cuando al pasar de los años continuaba en su misión. Entonces le preguntaron “¿Exactamente, qué es lo que buscas, Elenita?” “Busco a quien está detrás de todo lo que veo y lo que no, mami. Sigo sus huellas. Veo cosas que ustedes son incapaces de distinguir y quiero saber qué o para qué son. ¿A dónde llevan? ¿Por qué solo yo las veo? Busco respuestas.”, le contestaba y continuaba su camino. Así terminó la primaria, la secundaria, el pre y la carrera de medicina; siempre con las mejores notas. Por eso entendieron cuando decidió especializarse en imagenología.

Pronto comenzó a ganar prestigio entre sus colegas. Manejaba todos los equipos existentes en su hospital, y leía cuanta placa o resonancia le dieran o realizara, dando siempre los diagnósticos más exactos. Al inicio se creyó satisfecha cuando diagnosticaba a tiempo a sus pacientes y salvaba vidas. Cada rostro agradecido era el mejor pago posible a su trabajo. Sin embargo, tocó el día en que llegó un paciente al que no pudo salvar. Aquello casi la destruye. Estuvo varias jornadas en su casa, pensando qué hacer. Ya no le era suficiente ser la mejor en su departamento, tenía que ser la mejor en todo. Salvar a todos. No le importaba que le dijeran que era imposible haber visto aquella enfermedad a través de sus equipos. Ella no tenía la culpa, todos lo sabían. Sin embargo, Elena no lo sentía así. Tomó su lupa, esa que la había acompañado desde su infancia y regresó al trabajo.

Comenzó a estudiar más a fondo cada imagen que caía en sus manos. No importaba cuál era, si una radiografía o tomografía en cualquiera de sus variantes. Todas pasaban por su computadora, microscopio y lupa. Bajo su atenta inspección, no solo fue capaz de diagnosticar los cánceres aún preexistentes, sino cualquier tumor posible. Podía determinar qué parte de su cuerpo era la más proclive a contraer una enfermedad, qué hueso –o parte de este– era más débil, o cuánto polvo había inhalado y cuánto inhalaría en el futuro cercano. Incluso, una vez, diagnosticó a un paciente de silicosis, diez años antes de que este fuera a mostrar los primeros síntomas. Pudo hasta señalar dónde se encontraba cada partícula de la sílice respirada y así salvar esa vida. Cualquier cosa del tamaño de una micra o menor, ella podía detectarlo; a veces, de solo echarle una ojeada a la imagen obtenida por los equipos. Sin embargo, aún le parecía insuficiente. Aún no podía distinguir bien el origen esas huellas que observaba en las imágenes y de dónde provenían.

Un día se percató que el problema era que solo estaba viendo solo una parte de la huella. Comenzó a tomar, gracias a la radiología digital, imágenes que podía retocar y aplicar varios filtros. Siempre y cuando superpusiera las imágenes tomadas de varios ángulos o momentos, alcanzaba a ver mejor el rastro perseguido; aún más allá de lo que cualquier otro radiólogo era capaz de percibir. Ella creía observar lo que el propio Wilhelm Röntgen no pudo y quizás quiso ver cuando creó los rayos X. No obstante, aún no encontraba aquello ansiado. Combinó las radiografías con las tomografías hasta llegar a las resonancias magnéticas y medicina nuclear. Al tener todas esas imágenes juntas, podía determinar, no solo las enfermedades que había sufrido aquel paciente en su vida, la cantidad de resfriados padecidos, golpes y virus albergados, sino que era capaz de determinar el carácter de esa persona, aspectos característicos de su personalidad. Sabía qué decirles para alegrarlos, qué tema evitar tocarles y los problemas que los atormentaban. Cuál era alegre y optimista, o cuál serio y amargado. Podía ver otras cosas más a través de sus imágenes. Salvó muchas vidas en varios sentidos, no solo en el clínico. Sin embargo, aún no era suficiente.

Un día, haciendo un rutinario ultrasonido, distraída, pensando más bien con su segunda atención, se percató que se había complicado demasiado. Mientras más simple hiciera todo, mejor sería. No por gusto a veces pudo ver más a simple vista, o solo con su lupa. Tomó un poco más de gel y lo esparció sobre la barriga de su paciente y fijó bien la vista en la imagen proyectada en el monitor. Ahí estaba ella. Al inicio no podía distinguirla bien. Inclinó un poco la cabeza, para ver desde un ángulo diferente y logró distinguirla con claridad.

Como nunca había visto una, no sabía qué era aquello que veía. Al inicio pensó que era un error en el equipamiento, pero al fijarse bien, se dio cuenta que era el alma de esa persona. Ahí mismo, no importara si lo veía en dos dimensiones o en tres, el alma continuaba allí, donde quiera que mirara, por todo el cuerpo. Trató de enseñársela a sus dueños, pero ninguno fue capaz de verla. Solo ella. El alma de las personas le decía más que cualquiera de las técnicas usadas antes por ella. Le podía decir si era una buena persona o mala; si era confiable o una mentirosa, a través de lo que llamó manchas en el alma. Vio que había diferentes tipos de manchas que opacaban su brillo. Máculas que eran provocadas por pérdidas de seres queridos, por faltas cometidas en el pasado, y hasta por las que se pensaba –o no– cometer en el futuro. Con el paso del tiempo y el estudio de estas almas, vio que cada mentira, pensamiento o acción negativa, creaba una mancha en el alma, y enturbiaba su luz. También vio que algunas iban desapareciendo con el tiempo; unas más rápido que otras. Algunas, no desaparecían nunca. Esas personas que las portaban, eran las más difíciles de diagnosticar y mantener sanas. Elena notó pronto la relación existente. Una gran parte del proceso de sanación, comenzaba en el alma, y las oscuras, por lo general, eran las de las personas más enfermas. Estaba segura que la enfermedad era causada por la oscuridad de su alma. Aunque no era siempre así, pues personas de almas limpias, podían enfermarse, solo que sus padecimientos eran mucho menores y su sanación más inmediata.

Había otras cosas que la hacían brillar con más claridad. Lo vio el día que entró a su consulta el que en el futuro fuera su compañero de toda la vida, aunque ella no lo sabía entonces. Al verlo, notó que brillaba, que la luz se escapaba por su piel, cada vez más al acercarse a ella. También vio que ella hacía lo mismo. Percibió el brillo en su tez. Él estaba ajeno a su peculiar condición y ella no lo sacó de su ignorancia. Quería averiguar qué era lo que sucedía con ellos. Fue cuando descubrió que aquello que hacía al alma resplandecer de esa manera era que no tenía manchas. Si las tuvo, debieron ser de las claras, esas que desaparecen rápido a través de sus buenas acciones. Pero aquel brillo no era normal, y se dio cuenta, tras un amplio estudio.

Aquello era amor.

Tenía que serlo. No era algo que se viera realmente. Más bien era algo que sabía en los más profundo de su ser. Como si de toda una vida lo hubiera visto, pero no sabía darle un nombre, o conceptualizarlo. No obstante era real y estaba ahí delante de ella. Pero no estoy enamorada, pensaba al mirarlo y un rubor coloreó sus mejillas, inconscientemente, al darse cuenta que si ella lo estaba, él debía sentir lo mismo al verla. Ella le atraía, eso era innegable. Se notaba a simple vista en la forma que era observada.

Le orientó un seguimiento cada vez más frecuente. El motivo por el que había ido a su consulta resultó ser nada más que una falsa alarma. No obstante, quería cerciorarse estar en lo correcto. Eso era lo que se decía, sin embargo, no era la realidad. Quería verlo, y él no objetó en absoluto. Así que poco a poco, Elena comenzó a investigarlo, por dentro y por fuera. Le resultaba maravilloso ese ser, que incluso sin ella tener el conocimiento de cuándo iría a verla, sabía cuándo llegaba, porque el brillo de su alma lo delataba, al hacer brillar la suya propia, incluso a través de paredes y puertas cerradas. Era una sensación extraordinaria y que nunca había experimentado en su vida.

Con el tiempo ambos supieron que aquellas consultas no fueron más que un pretexto. Llegó el día en que conocía cada aspecto de su alma y descubrió que ninguna es completa; que fueron divididas, por el propietario de aquellas huellas que perseguía, al inicio de los tiempos y no era extraño que se buscaran durante su existencia en la tierra. Era lo que algunos llaman almas gemelas. Elena lo corrigió cuando él le dijo que ella era la suya, justo después de sus primeros besos y caricias. De alguna manera él lo sabía sin ser capaz de ver las cosas de la misma forma que ella. Elena le explicó que ellos no eran almas gemelas, sino dos partes, separadas por mucho tiempo, de una misma alma. Las dos, solo se hacían una cuando estaban juntos. No supo si él le creyó o solo simuló hacerlo, pero sonrió y la volvió a besar.

Cuando ya había creído que el alma era lo máximo que podía ver, una noche luego de hacer el amor, lo miró justo después del clímax y vio algo más. Se disculpó y buscó su lupa para mirarlo mejor. Por supuesto, aunque no podía ver como su mujer, él sabía que su don era verdadero; y le pareció gracioso, que se levantara justo en ese momento. Era parte del juego, y eso le gustaba. Ella estaba maravillada al ver al ángel que residía dentro de su esposo. Se camuflaba entre el resplandor del alma de su marido, pero ella lograba verlo. “Tienes un ángel, mi amor”, le dijo ella y él sonrió “tú también, mi cielo, y no me hace falta una lupa o un don para verlo”. A ella tampoco. Se dio cuenta cuando la retiró y continuó viéndolo. Ya el ángel no se ocultaba de ella, seguía allí, residiendo en el alma de él.

Elena corrió al espejo a verse y se maravilló al descubrir al suyo. Era hermoso, como todo ángel. Aunque de cierta manera terrible –como decía Rilke–, fuerte de carácter. Nada que ver con los dibujos renacentistas y de los animados de Disney. Era un ser maravilloso en toda la extensión de la palabra. Se preguntó si siempre había estado ahí, o solo apareció en ese momento. ¿Cómo había entrado en ellos? Tenía tantas dudas que no podía responderse. No creía que los ángeles fueran lo que siempre buscaba desde niña… aunque pudiera serlo. Mas no lo sentía así, por más contenta que estuviera ante aquella visión.

En sus consultas se percató que no todos tenían ángeles dentro de sí. Y que solo podía ver al suyo y al de su esposo a simple vista. Para los otros necesitaba de sus instrumentos. Fueran estos, la máquina de ultrasonidos o su lupa. Los ángeles, al verse descubiertos se agitaban al principio, luego se acostumbraban a ser observados. Nunca se había imaginado que fueran seres tímidos. Elena no solo los observaba a ellos, sino a sus portadores. Eran personas que al verlas la hacían sonreír, sentirse contenta, segura, como en familia. A veces, cuando sus pacientes entraban a la consulta, jugaba a adivinar quién los tenía adentro o no; y acertaba el cien por ciento de las veces.

Una noche despertó de repente y llamó a su marido. “Qué pasa, mi cielo” le preguntó este “ya sé lo que he estado buscando, amor. Ya lo sé. Estoy segura de que es Dios, pero no puedo verlo. Por eso dudo también. ¿Cómo será? No se me ocurre que pueda ser otra cosa.” Su esposo la besó con cariño y le dijo que no se preocupara: “Dios está en todos lados, y si alguien pudiera verlo, esa serías tú”.

Elena se levantó temprano en la mañana y corrió a la consulta para abrirla antes de tiempo. Estaba obsesionada con su nueva empresa. Pasó de realizar un promedio de sesenta ultrasonidos al día a poco más de cien. Todos con la mayor profesionalidad posible, pero siempre con la agenda secreta de descubrir a Dios dentro de uno de ellos. No discriminaba a aquellos de almas turbias de los portadores de seres celestiales, a fin de cuentas, su marido tenía razón respecto a Dios. Con cada uno de ellos hablaba. A veces se dirigía a sus almas o ángeles directamente. Sus pacientes respondían, sin embargo no era las respuestas que ella necesitaba.

Pasó el tiempo y aunque no cesó en su empeño, sí perdió el ímpetu inicial. No obstante, aquel esfuerzo le valió para ser promovida a la dirección del hospital y ganar diversos premios y reconocimientos a nivel internacional. Creó varios procedimientos de diagnósticos “increíblemente revolucionarios para su tiempo”, como decían algunos diarios científicos. Impartió clases magistrales alrededor del mundo y consiguió publicar varios libros muy solicitados entre sus colegas.

Siguió investigando en cada oportunidad que tenía, y supo cosas de las almas, ángeles y personas, que ni ellos mismo conocían. Aprendió a distinguir en ellas sus más profundos secretos y profetizar los más increíbles y ciertos futuros en base a sus lecturas. Por supuesto, siempre pensando en el bien de su paciente. Llegó a identificar las almas por su tono, calor, composición y luz, hasta el punto en que en más de una ocasión, incluso, después de jubilada, logró unir a varios pares de mitades de almas, separadas desde el inicio de los tiempos.

Y ese era su objetivo en la vida, ella lo supo muchísimos años atrás. Lo pudo leer en lo profundo de su alma y en los ojos de su ángel. Su trabajo era ayudar a las personas a su alrededor, ser la luz de la esperanza en un mundo oscuro y lleno de manchas. Sin embargo nunca logró en vida ver lo que buscaba desde el inicio. Sabía que nunca lo haría, sin embargo, no cesó en su empeño, porque esas ansias de superación, esa sed de conocimiento, fue la que la hizo ser mejor cada día de su existencia, hasta el último de ellos. Esa fue la razón por la que fue la mejor de las madres, hijas, esposa, hermana y amiga. Por eso se ganó su puesto a mi lado. Sabía que el día que lograra verme, dejaría de ser quien fue y se apartaría de su destino. Por esa razón, es que me le hacía invisible ante sus ojos. Ahora, nunca más tendré que hacerlo.

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