La Web de ANABEL
  • CUENTOS Y RELATOS

    LUNA, LUNA...

  • Una luna oronda y satisfecha se enseñorea, poco a poco, del cielo. Cada noche está iluminada con matices distintos porque su luz es sólo un préstamo del sol; aunque, llena de orgullo, de tanto en tanto, desaparece para dejarlos huérfanos y a solas con su sombra. Así castiga la soberbia del sol que se cree poderoso e infinito y que, al fin, acaba reconociendo su error y proyecta parte de su fuerza para redondear, de forma mágica, toda la faz de la luna.

    Desde la tierra nunca es igual; pero siempre es la misma. Algunas noches, cuando ha menguado, parece un buque fantasma navegando por el mar. Otras, cuando recobra su silueta, es una carroza radiante guiada por las estrellas. Siempre surca de forma majestuosa el océano de los suspiros.

    Muchos niños, antes de irse a dormir, escuchan los mismos cuentos, los mismos que ellos contarán a sus nietos cuando sean abuelos, porque, pese a que los astrónomos desvelaron algunos misterios y los astronautas acabaron por invadir sus dominios, la luna sigue magnetizando a los que sólo tienen ojos para mirarla. No es verdad que allá no haya ni vida ni agua, sino sólo llanuras de lava seca y estéril o cráteres desnudos; no es verdad, porque si lo fuera, los mares no se acercarían a ella buscando su beso ni los perros se asomarían al balcón plañendo su ausencia.

    En un tiempo remoto, antes de que apareciese la escritura, un hombre fue condenado a cargar un haz de leña a la espalda por mentiroso y ladrón. Tal fue su porfía que juró, cuando iban a juzgarlo, que fuese tragado por la luna si mentía y ella se lo tragó. Y ahí sigue, encorvado con su pesada carga, todos, todos los días de luna llena. Otra vez, otro hombre se condenó a sí mismo al robar las más hermosas uvas de un parral y también puso a la luna como testigo. Hoy sigue comiendo uvas una y mil veces y arroja los huesecitos a sus pies que ya forman una de las cordilleras que vemos desde la tierra. Cuentan, además, los más viejos, los que nunca han ido a la ciudad, que no fue una perra la que primero visitó la luna sino una liebre y, sí, es fácil reconocerla, agazapada, con las orejas vigilantes y el hociquillo alerta.

    No es bueno mirarla con insolencia, porque la luna puede ofenderse, aunque siente debilidad por los niños. Por eso, en ciertos hogares, algún niño albino añora su pasado y todos los gitanos han cegado sus pozos para que sus hijos no caigan al intentar capturar su imagen reflejada en el agua que, al contacto con su cuerpo, huye risueña y perturbadora a instalarse en las alturas.

    Sólo una vez, en época más reciente, tres hermanitos pudieron tocarla, pero eso no lo sabe nadie porque tal fue su inquietud que nunca se atrevieron a contarlo. Se encaramaron a una roca alta, de allí treparon a un árbol. Sobre la mayor subió la mediana y sobre la mediana el pequeño. Así colocados, se empinaron todo lo que pudieron y, bien cogidos de las manos, se dieron cuenta de que casi estaban volando. La luna se reía, mientras iba acercando sus mofletes sonrosados que invitaban a la caricia. Cuando el pequeño, los cabellos flotando y una mirada de perpetua sorpresa, pudo, al fin, tocarla; la hermana mayor sintió tanto frío que sus cabellos se tornaron blancos y supo, en ese preciso momento, que no debía soltarse de la rama en que estaba agarrada o todos irían a extraviarse en el infinito.

    Con fuerza prestada por el miedo atrajo hacia sí a sus dos hermanos, ganando el pleito a la luna que sigue, muchas noches, intentando bajar a la tierra a ver si puede colarse por la chimenea y llevarse a esos niños que osaron mirarle la cara y abandonarla después.

    Ahora la luna persigue a las estrellas y canta canciones de cuna, mientras, aquí abajo, una anciana blanca y rosada, tapa con algodones los oídos de sus nietos para que no puedan oírla. Después, saca su mecedora al porche y se sienta de cara al cielo, para no perderse ningún son de esa sinfonía plácida y poderosa. La luna ya no pugna por llevársela porque sabe que su secreto está bien guardado.

     
    (del libro Un arcoiris total y otros cuentos, El Paisaje, 1995).





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