La Web de ANABEL
  • CUENTOS Y RELATOS

    EL NIÑO DE LA BURBUJA

  • Llevaba días rumiando la historia. Tenía, incluso, la cara del niño que iba a ser mi personaje y hasta sabía cómo sería de mayor; pero aún no lo había oído hablar. En mi libreta apunté el bosquejo del relato. Para cuando tenga tiempo, siempre para cuando tenga tiempo. Quiero que sea un poco más largo, me dije. Y seguí con mi vida. Fui de viaje. Celebré la Semana Santa. Volví al trabajo. Y el niño, con su cara de media luna, se mantenía encerrado en una burbuja. ¿Cara de media luna? Bueno, sí, era un niño que padecía una deficiencia mental y que siempre había ido de colegio en colegio, aunque en su casa, y él lo notaba, era un extraño. Resultaba un tema triste que no sabía cómo abordar porque sólo tenía vagas referencias del mismo y muy poco científicas. Y volví a dejarlo. Para cuando tenga tiempo.

    Mientras, empecé a tejer otra historia, mucho menos cruda, de una pareja que iba a Alemania a pasar sus vacaciones y que, en lugar de marcos, en el banco, les habían dado coronas danesas. Era un matrimonio joven que viajaba en Citröen y que se quedaba de una pieza cuando descubría el entuerto. Lo que no tenía tan claro era el tratamiento. No sabía si iba a hablar el banquero que se equivocó, la mujer o el hombre e, incluso, el narrador, o todos a la vez. Quería escuchar a la mujer. Era profesora de matemáticas, algo estrafalaria, rubia, desordenada y muy divertida. No se dio cuenta de que los billetes no eran marcos; pero, cuando pasó la broma, se reía y decía a sus amigos: “No, si yo ya vi que eran un poco raros...”. Y mientras seguía, entre apuntes y tachaduras, el pequeño de la burbuja me mandaba señas que no lograba captar. Me cerré a la evidencia y continué con el conflicto monetario hasta escribir un relato de enredo casi de opereta. No me gustó nada y lo rompí. No me lo creía ni yo. La idea me sigue pareciendo buena; aunque entonces no podía volver a ella porque tenía que sacar al niño de mi cabeza. Él era el culpable de que se me cortasen los personajes. Quería ser el primero. Me propuse tratarlo con cariño, cuando apareció en mi vida, darle la ternura que no le habían dado sus padres y aún no lo había hecho. Por eso me sentía culpable. Eso era lo que no me dejaba seguir.

    Quería salir, decía él. Déjame hablar. Sé cortar guirnaldas de colores y hacer pastelitos de arroz. Déjame salir. Paré mis propias voces y me senté a escuchar la suya. No le puse nombre; pero lo llevaba cada día de la mano al colegio para que aprendiese un oficio y se valiese en la vida el día que yo no estuviese. Eso ya colmaba mi paciencia: ¡pero si era una criatura de ficción, si la había inventado yo! Conocía muy bien sus gustos y preferencias y estuve con él en la fiesta de final de curso y me enorgulleció ver su diploma. Su madre parecía más contenta que otras veces y su padre, al fin, accedió a ir al colegio, aunque sólo fuera para dar las gracias a los cuidadores.

    Iba a colocarlo de aprendiz en una fotocopiadora; pero me equivoqué. Le pesaban mucho las piernas y no podía aguantar todo el día de pie; además, perdía los encargos y acabó siendo un estorbo. Yo no quería eso para él. No iba por ahí mi historia. Me resistí a dejarlo y a volver a mis publicaciones científicas y aprendí un poco más sobre su problema. Fue entonces, cuando lo saqué a pasean por las tardes y lo hice muy amigo del vendedor de barquillos del parque. Le iba muy bien tomar el sol; pero tampoco era así como yo quería terminar. Eso no era duradero y el chico no iba a estar toda su vida sentado en un banco, dando de comer a las palomas. Como imagen era bella, pero no podía durar siempre.

    Entre idas y venidas, cambió el tiempo y llegó la primavera. Tuve que vaciar los armarios de la ropa de invierno y sacar ya la de verano. llevé el chaquetón a la tintorería porque no me fiaba de la lavadora. y esa simple visita cambió mi relato. Era lo primero que tendría que haber hecho. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Allí iba a colocar a mi personaje. Era un lugar ideal. No tendría que hablar con mucha gente; aunque tampoco estaría callado todo el día. No lo atosigarían y podría aprender a trabajar. Me gustaba la idea. Volví a casa y, cuando pude, tecleé un poco más en mi ordenador. A ver si acababa pronto y podía dedicarme a otros personajes que bullían en mi mente. Además, había visto un nuevo libro que quería leer; pero mientras no colocase bien al chico, no podría descansar. En casa me notaban inquieta; pero lo achacaban a mi trabajo. Comía poco y a deshoras y pensaba mucho; pero no sé por qué no me salían las palabras que yo buscaba y tenía que rehacerlas constantemente.

    Hace una semana fui a recoger mi chaquetón. Al colgarlo en el armario y ponerle una bolita de naftalina en el bolsillo, se cayó una tarjeta. Pensé que sería la factura; pero, al ver la letra, se me desencajaron las mandíbulas de asombro. Era una letra redonda, muy grande y vacilante. Se leía, simplemente. Gracias por sacarme de ahí. Ahora sí que no entendía nada. Tuve una intuición y volví al ordenador. Por azar o descuido mío o por qué sé yo, la  historia había desaparecido, borrada, como si no existiera. Me quedé un buen rato contemplando el parpadeo inexpresivo de la pantalla como si me fuera a dar alguna señal. Gracias por sacarme de ahí. Me fui a dormir y di órdenes para que no me despertasen ni siquiera para la cena. Dormí más de medio día. Cuando abrí los ojos, me dolía la cabeza; pero ya no sentía ninguna llamada. Supe, y me apenó un poco, que el niño de mis sueños había desaparecido y que, al fin, iba a poder escribir un relato de verdad.

     
    (incluido en Mujeres sobre el papel, Ediciones Cardeñoso, 1999)





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