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- CUENTOS Y RELATOS
LA LEYENDA DEL NIÑO PERDIDO
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Por las tardes, cuando el sol se convierte en miel, pueden contemplarse, en una de las rocas que coronan la
Cala de los Perdidos, los destellos que desprenden dos señales impresas en la piedra viva. No son mayores que
la palma de mi mano, pero forman dos hoyos que, los días de lluvia, se llenan de un agua dulce y nueva que
acuden a beber las gaviotas.
Casi nadie va allá en invierno porque es un lugar escarpado, porque hace frío, porque el viento ruge ante tanta
intemperie y porque las olas golpean con furia, provocando un sonido que retumba en los oídos, que se repite
varias veces, que se prolonga en un eco lastimero como si pronunciase el nombre de quien, alguna vez, hubiera
podido asomarse para ver la línea que, dicen los más viejos, separa el cielo de la mar.
Es también un paraje agreste y hermoso que se ha convertido, con el paso de los años y de los acontecimientos,
en una zona maldita porque a su influjo poderoso le achacan todas las caídas y los descuidos de los perdidos
que ya nunca volverán y que, según presumen los ancianos, han retornado al cielo que se esconde en la mar.
La playa que lame el acantilado es pequeña y recogida, como un estuche de terciopelo azul. Una arena cobriza
sirve de felpudo a los ocasionales bañistas y en nada presagia los grandes temporales que absorben la costa los
días de pleamar o de tormenta.
Todos los niños, yo mismo lo hice, han desobedecido a sus madres alguna vez y han llegado a la Cala de los
Perdidos en busca del peligro que siempre acecha. Se han internado en esta misma playa y han escalado, una a
una, las piedras y los peñascos para demostrar, desde las alturas, su hombría y su valor. Después, en casa, sus
padres han fingido no saber y sus madres se han creído cualquier excusa que sirviese para aclarar el desgarrón
en las camisas.
Al niño perdido, el más solitario y enfermizo, el menos alegre de todos, le guió otro impulso que nada tenía
que ver con quebrantar las órdenes. Ahora que quiero escribir sobre ello me planteo si fue cierto o si es una
más de esas leyendas que va de boca en boca y que llega cambiada y llena de adornos como esos romances o esas
canciones que, al final, nadie es capaz de reconocer en su autoría. Mi abuela me contó muchas veces esa
historia y lo hizo siempre sin cambiar ni una palabra. Eso, ahora que soy mayor, hace que piense que no
inventaba nada, que podría ser cierto. De ahí que quiera escribirla para que no se me olvide y para traer a mi
memoria uno de los rostros más queridos de mi infancia y adolescencia, el de la abuela. Ella, como yo, no creía
que los cuencos improvisados para que las gaviotas bebiesen fueran producto de la erosión, sino de una serie de
casualidades que forman el núcleo de este cuento y que acunaron por muchas noches mis sueños fantásticos.
El niño perdido también soñaba y lo hacía como todos los niños del mundo. Sus padres le habían prometido que un
día lo llevarían a ver la línea que da la vuelta al mar, aunque eso era poco menos que una quimera, pero los
pobres pescadores creían que, así, su hijo iba a tener alguna ilusión y podría recuperar la salud. Lo veían tan
blanco y débil, con esa tos constante, sin aparente mejoría que jamás pensaron que con esa mentira hermosa
sembrarían el desconcierto en su alma. Y el niño apenas crecía, apenas jugaba, apenas reía. Por las noches,
sobre su almohada, derramaba pedacitos de rosas rojas que se escapaban con la tos de su garganta. Tenía que
caminar todos los días para fortalecerse, para que los huesos se desarrollasen, para que recibiese el beneficio
del sol; pero sólo lo dejaban llegar hasta el puerto que era donde estaban sus padres y los amigos de sus
padres. allí solía pararse y miraba cómo llegaban los barcos con esa carga viva, que olía a sal y a humedad. Le
habían dicho que no debía traspasar los límites de la cala.
Él sabía que sus rodillas eran débiles, que se cansaba de andar, que tosía al más mínimo esfuerzo, que nunca
nadie le iba a pedir que demostrara su valor como esos otros niños sanos con los que no podía jugar ni siquiera
al escondite. El niño perdido, guiado por otro afán, poco a poco fue dando más pasos y uno lo enlazó con el
otro, y la mirada se le iba tornando acuosa y ya no veía por las lágrimas hasta que llegó a la cala y
descubrió, con más emoción que certeza, la blandura de las piedras, el tono cobrizo de la arena, el azul
transparente del mar, mucho más claro que el del puerto, siempre cambiante, siempre al acecho de los barcos.
Pensó, con un recién aprendido impulso de solidaridad, que las olas, al batir en las rocas, tosían como él. Y
eso hizo nacer en su pecho un sentimiento de amor hacia el mar. Ahora sabía que eran iguales, que el rugido que
se le escapaba de los pulmones se encontraba también ahí, en el fondo, con las piedras que apuntaban entre el
agua. Decidió que a partir de entonces, a escondidas, en silencio, volvería cada tarde a acompañar a su amigo,
a mecerse con él.
Al principio, pisaba en la arena y dejaba que los pies se hundiesen, como si quisiera apresar sus
propias
huellas. Luego corría hacia atrás y veía como se borraba tanto esfuerzo. Imaginaba que esas huellas irían a
visitar el interior del mar, que llevarían su sombra y su nombre al fondo, como un ser vivo, para que él
pudiera, despacio, ganar fuerza y alcanzar a ver la línea que lo separaba del cielo. Pero eran unas pisadas
efímeras que se escapaban enseguida y le dejaban un poso de angustia en el corazón.
Una tarde, más añil que las otras, se dio ánimos para subir por las piedras. No le importaban ni los arañazos
de sus manos ni los roces de las rodillas ni la sangre que empezaba a mojarle la cara, ni siquiera le importaba
la tos que empezó a sonar como un animal acorralado. Sólo quería ascender, más, más alto, cada vez más alto.
Cuando llegó a la roca plana, pudo contemplar el mismo paisaje que estoy mirando yo ahora: llano, dulce,
susurrante y... amenazador.
Y cuentan en el pueblo que, cansado de esperar un milagro, el niño se tiró al mar y que esas marcas de la
piedra son las huellas de sus pies que dejó indelebles en la roca como un mensaje que habla de la esperanza, de
la vehemencia que tienen los deseos más firmes.
Mi abuela no acababa aquí, que era la versión más conocida; sino que, para mi deleite y sorpresa, seguía
contándome un poco más mientras yo me apuraba para no quedarme dormido aún. El niño no se tiró, sino que siguió
andando, con esos pasitos cortos como de garza, con esos pasitos débiles como de tortuga, andando por encima de
la mar y llegó, al fin, al otro lado y allí nos aguarda entre caballitos, algas y corales.
Ignoro si la leyenda del niño perdido es cierta o no y tampoco me importa mucho averiguarlo; aunque, en tardes
como ésta, creo percibir, más allá del horizonte, unos destellos blancos y rosados que, no sé por qué, me
recuerdan la piel de un niño.
(accésit I Premio Literario Biblioteca de Salou, 1995)
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