La Web de ANABEL
  • CUENTOS Y RELATOS

    SER O NO SER

  • Tío Luis no soportaba el desorden ni que le doblaran mal la ropa; por eso se casó con tía Herminia que era una mujer encantadora, pero nada ordenada y poco menos que caótica con la organización de la casa. 

    Mi madre decía, medio en guasa, que los polos contrarios se atraen y se reía mucho. Mi madre era una mujer especial. Eso deben decir todos los niños pequeños, sin duda, pero en mi caso era cierto. No he conocido nunca otra mujer igual. Tenía mucha vitalidad, parecía un huracán. ¿Cuántos niños de mi edad iban con sus madres a hacer montañismo? ¿Y cuántos se iban a dormir escuchando el último capítulo de un serial radiofónico? Creo que muy pocos. 

    Mi madre trabajaba, cosa insólita en la época, pero papá decía, con estoicismo, que cualquiera la aguantaba en casa todo el día entre pucheros y haciendo encaje de bolillos –lo del encaje de bolillos era un misterio para mí porque por mucho que imaginaba no conseguía ver a mi madre arriba y abajo haciendo puntillas como sí hacía la tía Esperanza y no es que la tía fuese peor, ¡qué va!, es que mi madre no tenía paciencia: quería las cosas en el momento de pensarlas, dicho y hecho-. 

    Trabajaba en una empresa de papelería y llevaba las cuentas y no sé cuántas cosas más. Mientras, papá, que acabó transigiendo a todo, se adaptó a sus horarios –él tenía una pequeña relojería en los bajos de nuestra casa- y es quien llevaba la casa. A mí no me extrañaba nada, pero a mis amigos sí y, al principio, hacían aspavientos que se les iban de cuajo cuando veían que mi padre no era ninguna damisela, sino un tío hecho y derecho, de más de dos metros que cocinaba como nadie, porque, hijos, o cocino yo o nos morimos de hambre. 

    Sospecho que a mis abuelos paternos eso no les hacía la menor gracia, sobre todo a la abuela Trini que siempre arrugaba la nariz como si oliese mal algo. Pero, hijo, hombre, ¿dónde se ha visto que el marido haga las camas?, aunque, como todos, sucumbía a los encantos de mi madre que entraba como un ciclón, la besaba con alegría –que no fingía, doy fe, eso no entraba en sus planes- y empezaba con ella una conversación que tenía la virtud de hacerla reír, y eso que la abuela Trini era una señora de esas de toda la vida, de mantilla y devocionario, más seria que un cabo, que decía Loli, la chica que ayudaba a papá en las tareas porque en algún momento había de atender su relojería y que era más simpática que un ocho. Bueno, lo del ocho tampoco lo entendía muy bien, pero me gustaba cómo sonaba. Por eso, cuando papá se puso enfermo, toda nuestra vida se vino abajo. 

    De la noche a la mañana, la casa se oscureció y perdimos las ganas de reír. Y no es que fuésemos muy conscientes de la gravedad del caso, ni mi hermana pequeña ni yo entendíamos demasiado, sólo veíamos caras largas y a un papá cada vez más desmejorado. Lo que nos hizo tambalear fue la actitud de mamá que cambió como un guante, perdió el brillo de su mirada y se atornilló a la cabecera de papá como nunca nadie imaginó. Jesús, María y José –decía Loli- no he visto nunca amor tan grande y eso que la señora parecía despegada. 

    A mamá le brotaron unas ojeras violáceas que hicieron que, incluso, la abuela Trini, tomara cartas en el asunto. Eso se tiene que acabar, mujer, los niños se vienen con nosotros. Y así lo hicimos, dejamos a papá aún convaleciente, pero con la promesa firme de que se iba a recuperar y nos fuimos con la abuela. Mamá lloró un poco, aunque, como era práctica, en cuanto creyó que papá estaba mejor se fueron una temporada a un balneario para que allá papá se acabase de recuperar. No se nos dijo claramente que tenía, pero seguro que era algo contagioso porque nos echaban de su lado como si fuese un apestado. 

    Muchos años después, mi hermana, que cosa extraña ha resultado ser la más juiciosa de la familia, me comentó que papá había padecido tisis y que por eso se fueron al balneario, que más que balneario era sanatorio. La abuela Trini nos instaló en el viejo caserón familiar, que estaba en una de las calles de más solera del pueblo. Desde el piso de arriba se veía el puerto y un fragmento de mar azul, tan azul como los ojos de mamá, a la que yo añoraba terriblemente, mucho más que a papá y eso que era papá quien nos cuidaba, pero no sé por qué la imagen estrafalaria de mi madre colmó mis querencias infantiles. Y que me perdone papá a quien quiero mucho, pero que siempre ha estado a la sombra de mamá, sospecho, claro, que él mismo así lo quiso. 

    En casa de mi abuela todo era serio y riguroso. Nos acomodó en una alcoba de grandes camas con sábanas blancas muy frías, pero eso lo arreglamos con una botella de agua caliente. Y Encarnita, la chica de la abuela, se hizo cargo de nosotros con más buena voluntad que acierto porque en una casa llena de personas mayores, dos niños venían a distorsionar la vida, pero ella se las apañó y pronto empezó a competir con Loli que solía venir a vernos y nos estrujaba como si fuésemos higos sobre su pecho. ¿Quién quiere a estos niños más que su Loli? 

    En cuanto Encarnita se percató del percal, como ella decía, no paró hasta ganarnos para su causa y hacer que Loli se enfadase muchas veces y fingiese que ya nunca más nos traería pastel de manzana, que os lo haga la sosa de Encarna, a ver, si no. En casa de la abuela, vivía el abuelo, claro, y los tíos Luis y Herminia. El tío Luis era la cara contraria a mi padre y eso que era su hermano mayor y el cuñado preferido de mamá, no sé por qué, los otros andaban por esos mundos de Dios, como decía la abuela Trini, poniendo los ojos en blanco, cuando alguna de sus amigas le preguntaba por sus otros hijos, las ovejas descarriadas de la familia, mascullaba Encarnita cuanto la abuela no escuchaba. Y es que la abuela recibía los miércoles por la tarde. Y en eso sí que no claudicaba. 

    Sus amigas, todas como ella, llegaban a eso de las cuatro de la tarde y se instalaban en la salita y allí daban buena cuenta de los dulces de las monjas clarisas y de la horchata y alguna bebida menos inocente, a juzgar por las risas que se oían. Vosotros a lo vuestro, nos espantaba Encarnita. Y el abuelo se encerraba en su despacho a cavilar sus historias, andaba escribiendo sus memorias y dejaba que su mujer se las apañase en la casa. Y el tío Luis, que jamás había trabajado, se vestía de domingo y salía a dar una vuelta. Si nos veía nos daba un duro y nos contaba cualquier menudencia. Fue un verano bien atípico ése. Yo no me aburrí y Blanquita tampoco porque éramos niños curiosos y medio trastornados por los cambios y eso nos daba alas para seguir investigando por la casa, cuando podíamos, claro.

    La tía Herminia es acaso la presencia más angelical que tuvimos en la niñez. Era una mujer hermosa, algo desvaída –decía mamá-, pero que no parecía andar, sino deslizarse por la casa. Quería mucho a tío Luis y éste la correspondía y solían salir juntos del bracete a pasear o iban de veraneo a la Concha o se permitían caprichos que pagaba la fortuna familiar, eso sí. Los tíos nunca tuvieron hijos y eso los dejó tristes. A nosotros nos querían mucho, nos estrujaban con deleite, nos mimaban como nadie y se hacían cruces de que mamá pasase tanto tiempo fuera de casa, con el par de tesoros que tienes dentro, Blanca, mujer, que luego crecen y tú te arrepentirás toda la vida. Con los abuelos hicimos otro descubrimiento y es que la abuela era una mujer fuerte, eso ya lo sabíamos, pero también que gracias a ella la familia no se iba al traste porque era quien velaba que el negocio familiar –unas bodegas de malvasía- no se hundiese por la incompetencia de los herederos. Gracias a ella transitamos por nuestra infancia sin problemas y gracias a ella no nos hizo falta de nada, quizás por eso se le agrió un tanto el carácter, pero nunca, mientras estuvimos a su lado, dejó de ser una abuela cariñosa y afectuosa; si tenía mal genio era con los otros, con esos gandules que no hay manera, señora, si no fuera por usted, que deberíamos besar por donde pisa. Anda, Encarna, no me jalees tanto que no soy la Macarena, vuelve a lo tuyo y deja las zalamerías para el novio, que yo ya soy muy mayor para eso. 

    Pero, en el fondo, a la abuela Trini le hacían gracia los requiebros de Encarnita, que los prodigaba a manos llenas porque sabía, mejor que nadie, que era una mujer justa y generosa. Como lo sabía mamá y lo sabía papá y como lo descubrimos nosotros ese verano de hace más de 20 años. Nos gustó tanto estar en la casona que antes conocíamos sólo de las visitas por Navidad o algún cumpleaños que, cuando mamá y papá nos vinieron a buscar, lloramos con más sentimiento que nadie porque tía Herminia se llevó un disgusto, de los gordos, hijos, de los gordos, y nosotros no pudimos hacer otra cosa que demostrarle el afecto llorando a moco tendido. Pero, hijos, ¿cómo es eso?, ¿es qué no os alegráis que vernos? El pobre papá, mucho más flaco que antes –pareces una estantigua, hijo, le espetó su madre- creía que nos asustaba, pero mamá lo zanjó pronto. Venga, dejad los pucheros para luego que hay muchas cosas qué hacer. 

    Y así fue como regresamos a casa, pero ya nunca nada volvió a ser igual porque yo había crecido ese verano y empezaba a ver a los mayores con una piedad que antes no hubiera imaginado. Me volví observador y cuidadoso y dejé de juzgar a los que me rodeaban. Este niño está cambiado, señora, este niño ya es mayor, se alarmó Loli en cuanto me vio. Pese a la enfermedad de papá, que pudo haberle costado la vida, yo recuerdo ese verano como una especie de transición hacia mi madurez, aunque creo que se me pegó algo de la excentricidad de mamá, eso era inevitable. Con el tiempo, Blanquita pasó a ser Blanca y, con el auspicio de la abuela, mostró que entendía mucho de negocios y de financias y hoy regenta un casa de turismo rural, que da gloria verla. Y es que Encarna, ya mayor, ha seguido con ella y la ayudado con total devoción porque la abuela Trini así se lo pidió y, ya sabes, hija, tu abuela para mí, como una santa. 

    Ahora mismo, en el camerino, he recordado todos esos acontecimientos y muy bien no sé por qué, porque todo me queda ya muy lejos, pero no me puedo olvidar de mi familia, una familia poco típica, aunque puso el grito en el cielo cuando dije que quería dedicarme al teatro. Sólo mamá lo entendió. Claro, Blanca, hija, tú como eres una estrafalaria cedes y dejas que tu hijo se dedique a la farándula –remachaba la abuela, que ya estaba muy mayor-, pero, mamá, deje que la criatura haga lo que quiera –sonreía tía Herminia-. Y qué más da, ¿si todo es teatro?, se reía Loli en la cocina. El caso es que todos asistieron vestidos de punta en blanco al estreno de mi primera obra, un papel muy secundario de “Hamlet”, pero que arrancó lágrimas a la abuela y las chachas. 
    Y hoy en que ya no soy un secundario, sino que encarno, desde hace varios meses al príncipe de la duda, pues me ha entrado esa nostalgia porque ¿qué no daría por ver a toda mi familia sentada en la primera fila aplaudiendo a rabiar? ¿Qué no daría por volver a ver, aunque fuese un segundo, a mi abuela Trini? Hoy en que se me agolpan todas esas presencias del pasado, hoy ...la función será por vosotros. 

    Ser o no ser, ésa es la cuestión.





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