La Web de ANABEL
  • CUENTOS Y RELATOS

    CUENTOS CORTOS (Col 2ª)

  • EL VUELO DE LA INSPIRACIÓN
     
    Estaba el escritor en su bar de siempre tomando boquerones en vinagre y una cerveza sin alcohol. Era lo que solía hacer antes de ponerse a escribir a ver si con la tripa llena conseguía atraer a la inspiración. Y la inspiración, de un salto, se le colocó sobre el hombro. Era pequeñita, apenas pesaba lo que un grano de arroz y agitaba frenéticamente sus alas porque, de todos es sabido, la inspiración no puede estarse quieta. Empezó a susurrarle ideas al oído, pero el escritor se hurgaba las muelas con un mondadiente, porque era incapaz de escuchar nada. La inspiración se puso muy nerviosa porque tenía muchos encargos que cumplir ese día y, para llamarle la atención, revoloteó muy cerca de su nariz. El escritor creyó sentir un zumbido y pensó que era una mosca y, de un manotazo, la apartó. La inspiración perdió el equilibrio y se dio de bruces contra el suelo y eso la humilló tanto que se fue maldiciendo acerca de los escritores, que son todos unos desagradecidos. Y a partir de entonces, el escritor sigue rumiando sus ideas en soledad, sin esperar que nadie se las susurre al oído... porque la inspiración no existe.
     

    LA TIERRA TE ESTIRA

    La tierra tira mucho porque, como dice la canción, allí están las raíces de uno y todo lo que dejaste atrás. Cuando decidieron volver a su casa, vendieron todo lo que habían conseguido en la patria de adopción y se sintieron infinitamente ricos. Cuando llegaron, después de un viaje durísimo, sus vecinos apenas los recordaban, sus hijos echaban de menos las comodidades de allá y ellos no acabaron de adaptarse a ese lugar de nuevo. Y renegaron de sus raíces y del pasado y de la nostalgia y de las letras de los viejos boleros. Empaquetaron lo poco que les quedaba y regresaron a su patria de adopción. Tuvieron que empezar de nuevo y ya no eran inmensamente ricos; pero, como ya dijimos, la tierra te ata.
     

    EL ENAMORADO Y LA CEBOLLA 

    Un enamorado bebía los vientos por su amada y se atrevió a componerle un poema. Para recitarlo tuvo que acercarse mucho porque quería susurrárselo al oído. Eso era lo romántico. Su novia se dejó hacer; pero, cuando su cabeza le rozaba el mentón, le susurró unas palabras. Y el enamorado se sobresaltó al notar un aliento empapado de cebolla que nada tenía que ver con el ámbar de su poema. Balbuceó una excusa y salió corriendo. Iba a componer una oda a la cebolla.
     

    SAN JORGE Y EL DRAGÓN

    Cuando el dragón se despistó, San Jorge aprovechó para clavarle la lanza; pero se apenó del pobre monstruo que lo único que pretendía era echar humo por las narices y fuego por la boca. Eso no estaba prohibido. Liberó a la princesa que no se había escapado antes porque era muy disciplinada y sus amigos le habían dicho que un caballero hermoso como el sol la rescataría. El dragón cumplió con su papel y, entre siesta y siesta, arrojaba alguna ráfaba de humo para espantar a los curiosos. Le encantaban los buñuelos y el arroz con leche que le preparaba la princesa. Y San Jorge pactó con él: en las pinturas y grabados, en las fotos y litografías, en las crónicas y en los cuentos, el dragón aparecería sometido y amedrentado y San Jorge, victorioso y vencedor; pero, después, podría vivir en paz y, de tanto en tanto, la princesa cocinaría para él sus platos favoritos con mucho picante. Y el dragón ha cumplido muy bien su papel y aparece feroz y maligno; aunque se relame de gusto pensando en los manjares que le esperan. 

     
    EL MONUMENTO 

    En un país olvidado, donde los hombres, las mujeres y los niños pasaban hambre y penurias, decidieron levantar un monumento al cerdo. El cerdo era el animal perfecto para sacarlos de su situación; de él podía comerse todo y se aprovechaba hasta la uña. Esculpieron una hermosa estatua de un cerdo orondo y feliz y la colocaron en medio de la plaza. Pensaban que los cerdos vivos se acercarían a admirar esa obra y a rendirle pleitesía; entonces, ellos podrían capturarlos y comérselos; pero los cerdos son puercos sabios y juiciosos y, de punta a punta del mundo, se recomendaron que no se acercasen a ese país olvidado si no querían acabar en forma de morcillas o de pinchos morunos. Y los hombres y mujeres y niños del país olvidado tuvieron que inventarse la agricultura para poder subsistir y decidieron buscarse una excusa para no comer carne de cerdo: su moral estricta se lo prohibía. Por eso le habían levantado un monumento, dijeron, para no olvidarse.

     
    EL AGOBIO Y EL SENTIDO DEL HUMOR 
     
    El agobio andaba acarreando bultos de un lado para otro. Se le veía enfurruñado y tenía mal color. Estaba rojo de ira y tenía la tensión muy alta. Jamás se sentaba, ni cruzaba una palabra con nadie. El sentido del humor, que estaba tumbado al sol poniéndose como un cangrejo, llevaba días observándolo con aprensión. No podía soportar tanta seriedad sin objeto. Sabía que el agobio no lo escucharía y que jamás aceptaría a tomarse un té con limón con él. El sentido del humor, que no solía medir los resultados de sus acciones, decidió ponerle la zancadilla para detenerlo en su camino. El agobio tropezó con su pie burlón y arrojó su carga de problemas, los asuntos que nunca se resolverían y las dudas sin sentido. Se levantó furioso y amenazó con el puño en alto al sentido del humor que, vistas las circunstancias, se puso a disimular. Decidió no pararse ni un momento: tenía demasiados líos en qué pensar. Cambió de rumbo para no tener que ver nunca más al sentido del humor y siguió con sus bultos de un lado para otro. Desde entonces no se han vuelto a ver. 

     
    LA FLAUTA Y LA SERPIENTE 

    Érase una vez una serpiente que se enamoró de su encantador y lo miró tanto y tanto que acabó por encantarlo a él. Desde entonces, la flauta se ha hecho innecesaria para este tipo de espectáculos. El hipnotizador únicamente emplea su mirada. 

     
    NO SE QUEDA QUIETA LA PALOMA 

    Mientras unos cuantos tanques se equivocaban de camino y acababan persiguiéndose a sí mismos; en un pueblo perdido de cualquier montaña, un pintor casi cubista seguía plasmando en su lienzo una extraña paloma que, sin saber por qué, se obstinaba en salir volando y desbaratar todas las guerras. El pobre pintor estaba tan desesperado que nunca se dio cuenta del prodigio que había creado y seguía, con cabezonería aragonesa, dale que te dale a la tela, a ver si conseguía fijar a la dichosa paloma en el momento del vuelo. Por eso, seguramente, dicen que la paloma es el símbolo de la paz, porque nunca se está quieta.

     
    FÁBULA DEL JARDINERO QUE QUISO SER ESCRITOR

    En plena desesperación, un escritor cualquiera corría en pos de una buena historia que le diese fama y fortuna. Tan deprisa iba que nunca veía nada. Mientras, a su alrededor, crecía la hierba, brillaba el sol y la luna se hacía nueva cada cierto tiempo. La libreta del escritor quimérico sólo estaba llena de principios pomposos, a cual más extravagante. Gastó ahorros y energías en buscar inspiración y no se daba cuenta que en su propia casa, en la maceta que tenía en el alféizar de su ventana, se estaba desperezando una mata de albahaca. Después de aprender mil oficios, de vagabundear por doscientos suburbios y de contemplar varios inicios de hostilidades, creyó que ya nunca podría ponerse a escribir porque ahora que tenía experiencia, el espanto le agarrotaba la mano. Cuando, cansado, encanecido y con la mirada perdida, regresó a su casa, subió las escaleras, abrió la puerta de su habitación y se sentó en su silla y apoyó los codos en su mesa de trabajo; entonces, al contemplar por su ventana, se pasmó ante el jardín que nunca cuidó, ante las flores que nunca olió y ante los frutos que nunca comió y que, después de tantas aventuras, seguían estando ahí, como si nada hubiese pasado, haciéndole señas desde los rincones. Tal vez, se dijo, no era necesario todo ese viaje. Y el escritor, después de tantos momentos de vacío, pudo sentarse a escribir en su casa la historia de un escritor quimérico que acabó cuidando de su jardín, después de hacer grandes esfuerzos por encontrar su novela.

     
    PREGUNTAS Y RESPUESTAS

    Otro día, la niña pequeña se atrevió a preguntarle algo a su madre; pero su voz fue tan suave y tan débil que su madre no la escuchó y la niña se quedó sin saber la respuesta. Y eso no fue lo peor, porque la madre tampoco supo nunca que pregunta salió de los labios de su hija. De ahí que muchas madres, cuando sus hijas son pequeñas, les enseñen todo lo que ellas saben, para responder a las preguntas que nunca oyeron y que siguen intentando contestar.

     
    EL PEZ MÁS GRANDE 

    Había una vez un pez tan listo, tan listo que nunca se dejaba pescar. Su familia estaba muy orgullosa de él y lo ponía de ejemplo a todos sus primos y amigos y parientes. Creció tanto y tanto que todos los pescadores del contorno se empecinaron en pescarlo. Crearon un premio especial, dotado con un trofeo y un talón bancario y todos los años se celebraba un campeonato a ver si el pez caía. Fue tanta la expectación, que una hermosa ciudad creció al lado del lago, gracias al pez. Y el pez seguía creciendo, creciendo, sin importarle nada. Cuando se vio que era imposible capturarlo, empezaron las leyendas y las gentes hablaban de un monstruo enorme que salía, de vez en cuando, a la superficie. Una legión de investigadores montó guardia para intentar fotografiarlo y, en la ciudad, se creó una de las más renombradas universidades. Y el pez seguía creciendo, creciendo. Y pasó el tiempo y el pez empezó a reírse de los hombres y a explicar a sus descendientes que, gracias a él, se había formado esa hermosa ciudad al lado del lago y que él era muy importante. Sin embargo, como ya todos sus amigos habían sido pescados, el pez grande no tenía admiradores porque los pequeños habían nacido ya en esa hermosa ciudad; aunque él se sentía orgulloso y seguía envaneciéndose de su proeza y mirando con ojos saltones hacia el exterior. Tanto habló y habló que, un buen día, fue a tragarse el anzuelo de un joven pescador que no tenía ni idea de la leyenda y que, por lo tanto, no se asombró lo más mínimo. Le chocó, eso sí, el extraordinario tamaño del pez; aunque, mucho mejor así, porque habría más ración para todos. Y bien cierto es, acertó a pensar el pobre pez, que por la boca muero, por charlatán.  

     
    EL SUEÑO DE LA PEREZA

    Cierto día la pereza cavilaba alguna solución para acabar con el trabajo. No podía sufrir que nunca parase quieto en un sitio, que siempre llevase pintado en la cara ese gesto de suficiencia y que nunca se olvidase, cuando se acercaba a ella, de limpiarse los pies, no fuera a contagiarse. Y la pereza pensó en ponerle la zancadilla y lo desechó inmediatamente; eso sólo sería transitorio y la pondría a ella en evidencia. Y pensó en emboscarlo por detrás o en darle a beber alguna sustancia venenosa o en, como último recurso, hechizarlo con sus muchos encantos; aunque, la verdad, esta solución le repugnaba profundamente. Por fin, cansada de pensar, la pereza decidió dejarlo para otro día ya que se había esforzado mucho y tenía ganas de echarse un sueñecito. Y así fue como el trabajo salvó su vida. 

     
    LA TORTUGA COJA

    Cuando nació la tortuga coja, los vecinos y amigos de sus padres arrugaron el enttrecejo en señal de repulsa. La pobre tortuga vivió una infancia llena de rechazos y malas interpretaciones. En la edad de la rebeldía emprendió la marcha hacia una de las capitales del momento y allí, lejos de su pueblo, demostró sus grandes habilidades como pintora de bodegones y naturalezas muertas. No en balde, era lo único que había contemplado hasta entonces sin que nadie la regañase por ello. La verdad es que nunca antes una tortuga había manejado con tanta destreza la paleta y los pinceles. Tanto que las tortugas más jóvenes, que no conocían la palabra intolerancia, la adoptaron como nuevo signo de identidad y, ante el pasmo de sus mayores, comenzaron a imitar el ritmo renqueante de aquélla. Los adultos, siempre escépticos y críticos, las apodaron, despectivamente, “modernistas”. Pero ya no llegaron a tiempo y el gesto solidario de esas jóvenes tortugas se fue perpetuando en las siguientes, sin que nadie supiese cuándo empezó a formar parte de sus vidas. Y ésa es la única razón que explica que las tortugas caminen despacio, para no dejar atrás a las posibles cojas -que ahora ni se advierten-; aunque, y eso bien lo sabe la liebre, son capaces de correr si se lo proponen.
     

    EL GATO Y LA MARIPOSA

    Una mariposa buscaba un sitio confortable en el que posarse para acicalar sus alas. Lo hizo en el hociquillo de un gato que dormía plácidamente su siesta. La mariposilla no causó el menor ruido; pero los gatos son tan sensibles que ése notó el tacto quebradizo de sus patas. Abrió los ojos con cuidado y desvió su mirada hacia la punta de su nariz. ¡Qué mariposa más bella! Quiso acariciarla con sus patas; pero la mariposa entendió otro mensaje y levantó el vuelo presurosa. Y así el gato siguió dando manotazos en el aire a ver si en una de las revueltas alcanzaba a esa mariposa festiva. Y ésa es la explicación de los saltos y cabriolas de todos los gatos. No hay otra.

     
    GESTOS Y ADEMANES

    Rosendo Tiermes se casó con una alemana y fue muy feliz con ella, aunque nunca llgeraon a cruzarse media palabra. Rosendo Tiermes era hombre de pocas luces, como un terrón de tierra: había vivido siempre entre aperos de labranza y para él la felicidad consistía en un buen puchero de patatas guisadas. La alemana, en cambio, era una mujer recia de mucha voluntad. Había venido a estudiar el comportamiento de las águilas en los Picos del Norte porque una revista prestigiosa de su tierra le había encargado un artículo. Tantos riscos subió que acabó con el tobillo fracturado y Rosendo Tiermes tuvo que ayudarla y la acogió en su casa con absoluta naturalidad. 

    La alemana se dio cuenta de que estaba ante un hombre especial con el que podría entenderse siguiendo el mismo lenguaje primitivo que había observado en ciertos simios a los que estudió hacía algún tiempo. A Rosendo Tiermes le chocaban esos gestos desmesurados de la mujer y creía que en su tierra todos eran así y le siguió el juego exagerándolo mucho más todavía porque le resultaba divertido verla saltar y llevarse los dedos a la boca, a la cabeza o al pecho; de ellos deducía él si tenía hambre, frío, calor, si quería darle la mano o le pedía un poco de sal para el guiso de patatas que aprendió a cocinar viéndolo a él. 

    La alemana lo apuntaba todo por las noches y creía estar elaborando una investigación genial, la que la consagraría y le permitiría poder seguir sin preocuparse por el dinero o por encontrar subvenciones porque todos sus colegas se rendirían a sus pies. No contaba la alemana con que a Rosendo Tiermes se le iba encendiendo una luz en el interior y que, a base de gestos y del lenguaje corporal, fue sintiéndola como lo que era, una mujer robusta, sana y bien preparada para la vida del campo. 

    Cuando quiso darse cuenta la alemana, Rosendo Tiermes había abandonado los gestos rudos y llevaba mucho tiempo imitando los movimientos del cortejo de las palamos y ella entró en la rueda porque no era un hombre desagradable y porque le seguía interesando su comportamiento primitivo y sensual. Y, como quien no quiere la cosa, la alemana se encontró recibiendo unas bendiciones que le llegaron sin buscarlas y compartiendo lecho y techo con ese hombre que tenía otras habilidades, aparte de enderezar tobillos torcidos. 





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