
La aparición en las letras del continente americano a principios de siglo de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Delmira Agostini, Juana de Ibarbourou y
Dulce María Loynaz, constituye uno de los hechos más notables de toda la historia de la cultura hispánica.
Alfonsina Storni Martignoni nace en Sala Capriasca (Suiza italiana), el 29 de mayo de 1892. Trasladada muy niña a la Argentina, vive y se educa en San Juan y en Coronda (Santa Fe). Muy joven Alfonsina se vio obligada
a abandonar sus estudios y tuvo que trabajar en una fábrica para ayudar en su casa.
Cuando tenía catorce años, murió su padre. En su adolescencia ingresó en una compañía de teatro. Más tarde cursó estudios de magisterio, como la Mistral. Pasa a Buenos Aires con un hijito en brazos. Da lecciones de
primera y segunda enseñanza y luego entra como empleada en una oficina comercial. En 1921, ya es conocida como poetisa, se crea para ella una cátedra en el Teatro Municipal Lavardén. En 1928 y 1931 viaja por Europa.
Y el 25 de octubre de 1938 se arroja al mar en la playa de Mar del Plata. Un mes más tarde la Cámara de los Diputados acordaba erigir un mausoleo en su memoria en el lugar mismo en que apareció el cadáver. Alfonsina
Storni quedaba de este modo incorporada a las glorias nacionales argentinas como lo que es: una de las más inspiradas poetisas de lengua española, y la mejor sin duda de su país.
Su poesía es personalísima, casi salvaje. «Soy un alma desnuda en estos versos», confiesa refiriéndose a los que integran el libro que lleva por título
Irremediablemente. Y esta confesión podría
extenderse a todos sus poemas, que son simple y exacta traducción, sin veladuras ni disfraces, de su lucha interior, de sus esperanzas, de sus fracasos, de sus pequeños triunfos y desaliento. Pocas veces un alma se
nos ha dado tan brutalmente desnuda. En pugna con las convenciones sociales, ella no quiere ocultarnos nada. Hay ocasiones en que habla la razón, es cierto, pero hay otras, muchas más, en que habla sólo el instinto.
Espíritu rebelde y en estado semisalvaje, choca contra todo. Una rosa que pide campo abierto, que en la ciudad se muere lenta, irremediablemente. «Hazme tener la cólera sin nombre: / ya me fatiga esta misión de
rosa». Nos lo dice una vez y otra en todos sus libros y con mayor insistencia en
La inquietud del rosal y en
Mundo de siete pozos.
Una serie de estados contradictorios -depresión y optimismo, esperanza y desasosiego- se va apoderando de Alfonsina y la domina hasta que se libera de ellos, volcándose en sus libros:
El dulce daño,
Languidez, Ocre, Mascarilla y
Trébol. Su libro
Languidez, de 1920, había merecido el Primer Premio Municipal de Poesía y el Segundo Premio Nacional de Literatura.
Alfonsina intervino en la creación de la Sociedad Argentina de Escritores y participó intensamente en el gremialismo literario. En 1928 viaja a España en compañía de la actriz Blanca de la Vega, y repitió su viaje en
1931 en compañía de su hijo. Allí conoció a otras mujeres escritoras, y la poeta Concha Méndez le dedica algunos poemas.
En la Peña del café Tortoni conoció a Federico García Lorca, durante la permanencia del poeta en Buenos Aires. Alfonsina le dedicó un poema, «Retrato de García Lorca»: «Irrumpe un griego / por sus ojos distantes
(...) Salta su garganta / hacia fuera / pidiendo / la navaja lunada / aguas filosas...»
El 20 de mayo de 1935 Alfonsina fue operada de un cáncer de mama. Al año siguiente se suicida su amigo Horacio Quiroga y ella le dedicó un poema conmovedor: «Morir como tú, Horacio, en tus cabales / y así como en tus
cuentos, no está mal / un rayo a tiempo y se acabó la feria ... / Allá dirán».
Un día, no pudiendo ya con la carga de su vida llena de contradicciones y desencantos, Alfonsina se fue al mar y se arrojó a las olas. Su cadáver apareció flotando frente a la playa en Mar del Plata. La ardiente
defensora del feminismo había soñado muchas veces, y así lo había dicho en sus versos, con una sepultura marina.
Pocos días antes de tomar su fatal decisión había escrito un soneto: «Voy a dormir», que termina así: «Déjame sola: oyes romper los brotes, / te acuna un pie celeste desde arriba / y un pájaro te traza unos compases
/ para que olvides... Gracias... Ah, un encargo: / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido...»
Y mucho antes había compuesto para la tumba su propio epitafio: «Aquí descanso yo, dice «Alfonsina» / el epitafio claro al que se inclina. / Aquí descanso yo, y en este pozo, / pues que no siento, me solazo y gozo».