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    BIOGRAFÍAS

    JUAN VALERA

    por Francisco Arias Solís


JUAN VALERA Valera -escribía Clarín- ha llegado a ser nuestro primer literato. Estudiando sus facultades y aptitudes, guiándolas por donde quería su naturaleza que fueran guiadas, tomando de la civilización todo el alimento que una gran cultura le permitía asimilarse, ha sabido hacer de un sólo hombre un crítico excelente, un erudito notable, un novelista singular, un poeta culto, un diplomático experto, un hombre de mundo muy agradable, un conversacionista sin igual en España, y otras muchas cosas buenas que sin duda a mí se me olvidan en este momento». Y añadía: «Y, por último, en las poesías de nuestro D. Juan hay mucho que saborear, mucho que sentir, mucho que aprender».

Pero también es novelista, el mayor del grupo de novelistas que se conoce como la Generación de 1868. Alarcón y Pereda tenían nueve años menos que él y Galdós, diecinueve; pero todos publicaron sus primeras novelas a distancia de pocos años. Entre 1874 y 1879, Valera publicó cinco novelas psicológicas de tono idealista: su obra maestra Pepita Jiménez, Las ilusiones del doctor Faustino, El Comendador Mendoza, Pasarse de listo y Doña Luz. A fines de este decenio era probablemente el mejor novelista de España.

Juan Valera nació el 18 de octubre de 1824 en la ciudad de Cabra, provincia de Córdoba. Pasó su juventud en su ciudad natal y en el pueblo colindante de Doña Mencía; más tarde, la familia vivió durante temporadas en Córdoba, Madrid y Málaga. Después de asistir al Seminario Conciliar de Málaga, Valera hizo la carrera de Derecho en Granada y Madrid. Sus primeros poemas salieron en revistas granadinas y malagueñas, y en 1844, para celebrar sus veinte años, su padre le costeó la publicación de un tomo de versos, Ensayos poéticos.

Al terminar sus estudios, Valera se trasladó a la corte. Frecuentó las tertulias literarias del Café del Príncipe. En la primavera de 1847 obtuvo el puesto de agregado sin sueldo en Nápoles bajo el duque de Rivas. Allí conoció al costumbrista Estébanez Calderón. También allí trabó amistad con Lucía Paladio, la marquesa de Bedmar, «la persona que yo más he querido en el mundo», según nos dejó dicho Valera. En 1849, Valera renunció a su puesto en la embajada de Nápoles y regresó a Madrid. Después de unos meses fue nombrado agregado de Lisboa, y desde allí se trasladó a Río de Janeiro. Escribió con desdoro de la hija mimada de su jefe, José Delavat, la cual tenía entonces siete años, diciendo que era «fea como el pecado». Poco sospechaba que quince años más tarde se casaría con ella.

Valera volvió a Madrid en noviembre de 1853. Durante los dos decenios siguientes dividió su tiempo entre la diplomacia, la política, el periodismo y la literatura. Sirvió de jefe de legación en Dresde en 1855-1856, de secretario de una misión especial a Rusia bajo al rimbombante duque de Osuna al año siguiente y de ministro en Francfort más tarde. Fue varias veces diputado y senador.

Hasta 1853, Valera sólo había publicado algún que otro poema. Después, empezó a dedicarse con más ahínco a actividades literarias, especialmente la crítica y el periodismo. Fundó dos revistas satíricas de vida efímera, La Malva y El Cócora. Durante más de dos años sirvió de redactor principal de El Contemporáneo, el nuevo periódico moderado del marqués de Salamanca. Aunque había publicado sólo un tomo, Poesías (1858), había adquirido, sin embargo, cierta fama de escritor, siendo elegido miembro de la Real Academia Española en 1861. Luego, en 1864, publicó Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días, uno de sus mejores ensayos.

En 1866, Valera visitó a su hermana Sofía en San Juan de Luz. Allí volvió a tratar a la familia Delavat, y encontró cautivadora a Dolores, ya una señorita atractiva de veinte años. Se casaron el año siguiente. El matrimonio no fue muy feliz. Valera tenía el doble de su edad, y, ella por otra parte, no era una persona fácil.

Después de derrocamiento de Isabel II, en octubre de 1868, Valera desempeñó puestos políticos de cierta importancia; fue brevemente subsecretario de Estado y director de Instrucción Pública. También formó parte de la comisión enviada a Florencia en 1870 para ofrecer el trono a Amadeo de Saboya. Después de la abdicación de éste, perdió el favor y durante los siete años siguientes se dedicó exclusivamente a la literatura. Fue el período más fecundo de su vida. Tenía ya casi cincuenta años cuando apareció Pepita Jiménez. Siguieron las otras cuatro novelas ya citadas.

Valera volvió a la diplomacia. Durante siete años sirvió de ministro, primero en Lisboa, después en Washington y Bruselas. Lo más importante de este período fue la serie de ensayos, Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, que se publicó en la Revista de España en contestación a La cuestión palpitante, el manifiesto naturalista de Pardo Bazán. En 1888 empezó a publicar una serie de artículos en forma de cartas sobre autores hispanoamericanos en La España Moderna y El Imparcial. En 1893, Valera fue nombrado embajador en Viena. Durante su estancia en esta ciudad publicó dos cuentos en La España Moderna.

Al volver a Madrid en 1895, estaba casi ciego; tenía que dictar todo a su fiel secretario, Pedro de la Gala. A pesar de estos impedimentos fue otro período muy fecundo. Escribió más de ciento treinta ensayos de toda clase -reseñas de libros recientes, artículos polémicos fustigando a los Estados Unidos por su papel intransigente en la cuestión de Cuba, y revistas para periódicos bonaerenses con noticias de la vida cultural en España. Su Florilegio de poesías castellana del siglo XIX, con introducción y notas, salió en cinco volúmenes. Con sus amigos el conde de las Navas, Narciso Campillo y el Doctor Thebussen publicó en 1896 una colección, Cuentos y chascarrillos andaluces, que causó cierto escándalo. Y lo que es aún más importante, tras un intervalo de quince años, volvió a cultivar la novela. Juanita la Larga, salió en 1895; Genio y figura, en 1897, y Morsamor, dos años más tarde. Juan Valera murió el 18 de abril de 1905, mientras escribía un discurso académico, «Consideraciones sobre el Quijote», para conmemorar el tricentenario de la publicación de su libro predilecto.

Aunque Valera escribió sus primeros poemas en plena época romántica, su inspiración es más bien clásica. Hay poemas, especialmente los juveniles, inspirados por poetas latinos. «En los místicos -decía Valera- tomé a manos llenas cuanto me pareció más adecuado a mi asunto». Valera publicó su primer artículo de crítica literaria en 1853 y siguió cultivando el género hasta su muerte, cincuenta años más tarde. Escribió más de quinientos artículos. Poseía las cualidades necesarias para ser un crítico de primer orden. Tenía buen gusto; leía francés, inglés, alemán, portugués e italiano, además de latín y griego; y conocía a fondo las literaturas occidentales y antiguas. También se expresaba con facilidad y gracia. Valera es uno de los más importantes críticos españoles de la segunda mitad del siglo. De hecho, fue casi el único de cierta envergadura entre 1855 y 1875.

La mayoría de sus novelas tienen bastante en común. Con la excepción de Pasarse de listo se desarrollan en un escenario andaluz. Había escrito que los primores de la bella Andalucía le gustaban solamente cantados por los poetas. Posteriormente escribía desde Cabra: «Creo que no puede darse nada más fértil, dada la sequedad del clima y el ardiente sol de Andalucía, y la estación en que estamos. Sin duda que esto será hermoso en primavera y no tendrá que envidiar a la mejor tierra del mundo». Aunque no se puede considerar a Valera como costumbrista como a Fernán Caballero, Pereda, Palacio Valdés o Pardo Bazán, hay, sin embargo, toques regionalistas en estas novelas. Además la temática se repite: la ambición frustrada, la ilegitimidad, el conflicto entre el amor y la vocación religiosa. «Alumbrar lo que ocurre de grande y de bello en el fondo del alma de personas vulgares por la apariencia o la condición -escribía Manuel Azaña-, fue el propósito trascendente de Valera novelista». Y como dijo Clarín: «Para mí el señor Valera es el mejor prosista contemporáneo de los que escriben en español (porque el señor Castelar no escribe en español, escribe por lo divino..., y ése no cuenta)».

Recordando a Schopenhauer, podríamos decir que Valera fue un poeta de la voluntad de vivir. Era un optimista, que es la filosofía de la salud y la fortuna y la filosofía a que inclina el espectáculo de la antigüedad clásica y el trato con ella. No es el optimismo la filosofía más profunda, pero es la más amable. Ese optimismo de Valera nos deja una herencia de belleza riente y serena, de gracia helénica. Don precioso en estos tiempos que a tan a menudo oímos decir a pensadores y artistas lo que dice el Esopo de Bárbara: que la vida es cada día más triste.










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