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    BIOGRAFÍAS

    SILVERIO LANZA

    por Francisco Arias Solís


SILVERIO LANZA Tanto se ha hablado de Silverio Lanza que Silverio se ha convertido en un ente de razón, bromeaba Azorín al referirse al solitario de Getafe y a lo poco, muy poco que de él se sabía. Y Segundo Serrano Poncela, uno de los críticos que con mayor inteligencia se ha acercado a este escritor, señala que para «levantar este velo de ceniza serán necesarios muchos esfuerzos. Silverio Lanza es casi una entelequia y en ocasiones se llega hasta dudar de su existencia».

Si para los que le conocieron y lo trataron fue siempre Silverio Lanza un hombre misterioso, un solitario que se había apartado de la vida literaria de su tiempo («Yo ya soy un marino anclado en Getafe» solía decir, este gran ensayista y novelista español); para nosotros tan alejado de la época de la Restauración en que le tocó vivir y escribir, el acercamiento a Juan Bautista Amorós, llamado Silverio Lanza, hombre algo fantasmal que aparece con su gesto altivo y amargado, en plena época fantasmal, es empresa ardua. «La Restauración -decía Ortega- fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría». Esa fue la época en que se movió la figura -que los años y el descuido de sus contemporáneos han borrado en parte- de Silverio Lanza que vendría ser así, colocado en su época, una especie de fantasma de segundo grado.

Juan Bautista Amorós y Vázquez de Figueroa nació en Madrid el 3 de noviembre de 1856 y murió en Getafe el 30 de abril de 1912, donde residía desde 1885, atrincherado en una casa en la que había dispuesto un complejo sistema de timbres que sorprendían a sus escasos visitantes, como ha recordado con gracia Ramón Gómez de la Serna. Inició, como su hermano Narciso, carrera en la marina y alcanzó la graduación de teniente de navío, pero hubo de abandonar esa profesión por problemas de salud. Serio, taciturno y radical en sus opiniones, se ganó pronto fama de raro: el solitario de Getafe, como dieron en llamarlo, apenas hacía concesiones y, de cuando en cuando, sorprendía a sus contertulios con una afirmación extravagante o una frase provocadora tras la que se adivinaba siempre su pesimismo.

El retraimiento de Lanza adquirió tintes amargos tras verse envuelto en un proceso absurdo como consecuencia de la publicación de su novela Ni en la vida ni en la muerte (1890): siempre lamentó «haber sido preso y procesado por escribir libros en un país en que escasean los hombres que sepan escribir y leer». En mayo de 1910, dos años antes de su muerte; Lanza escribía: «Hoy cuando leo las obras que, honrándome, me envían jóvenes como usted, tengo la jactancia de creer que me deben ustedes la libertad que disfrutan».

«Escribía yo libritos -solía contar Silverio Lanza- que me acarrearon la persecución insidiosa y la persecución legal: la imposibilidad de ejercer cualquiera de mis profesiones, y la cárcel». Y sin embargo el hombre cuyos libros -según Azorín- «no se parecen a nada; únicos en su época», merece más atención, un mayor interés. Quizá lo más urgente sería una reedición de algunas de sus obras: Artuña, El año triste, Ni en la vida ni en la muerte, Mala cuna y mala fama, De la quilla al tope, La vida del Excelentísimo Señor Marqués del Mantillo... Más de una vez los amigos de Silverio Lanza han vaticinado un éxito póstumo que todavía no ha llegado: «¿Cuándo saldrá a flote? -se preguntaba Pío Baroja en 1902-. Quizá les pase a sus obras como a las de Sthendhal... como últimamente entre nosotros a los libros de Ganivet...; una reacción va iniciándose que hará que estos grandes desconocidos sean, al fin, los triunfadores». Pero el caso es que de todos los escritores de la generación del 98 que tuvieron relaciones personales con Silverio Lanza, Baroja es de los menos entusiastas con respecto a él.

Silverio Lanza cree que es imprescindible acabar con la aristocracia de la riqueza y con la aristocracia de cuna, que conforman el sistema caciquil. Por el bien de un país sojuzgado, es preciso que el gobierno pase a manos de una minoría intelectual (mezcla de saber y de virtud, advierte) capaz de dignificar la vida española. En cuanto a la Iglesia, advierte Lanza, debería aplicar más decididamente su doctrina a los problemas sociales reales, es decir, debería comprometerse con la sociedad en la lucha por desterrar el caciquismo, que todo lo contamina, desde la literatura al ejército.

Baroja debió de admirar en Lanza lo que éste tenía de inadaptado, de irregular, de rebelde. También, sin duda debió interesarle su ingenio paradójico y arbitrario. Lanza tenía afinidades con el anarquismo y con el antiguo «arbitrismo» ibérico.

Para dar una conferencia sobre el caciquismo en el Ateneo de Madrid, Silverio Lanza se presentó vestido de negro y con chistera. A esta conferencia asistió inesperadamente la Condesa de Pardo Bazán, la hacía tiempo consagrada y popular Doña Emilia a la que le pareció oír cosas terribles.

Quizá uno de los riesgos más modernos de Lanza se encuentra en su humorismo amargo, violento, cruel, mucho más afín a las bromas pesadas del barroco que al humorismo dulzón del siglo pasado. Otras ideas de Lanza que debieron gustarle a Baroja eran su implacable rechazo a los caciques, su misantropía de la España contemporánea, su mezcla de lo absurdo y lo sentimental.

Y como dijo el poeta: «Cuando el corazón se inclina / a ese fantasma irreal, / siente su pulso mortal / idéntico, en su latido, / a otro corazón que ha sido / el de un sueño fantasmal».











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