• Vicente Mira Gutiérrez

    Historia

    BERTOLT BRECHT

    por Vicente Mira Gutiérrez


La conmemoración del I Centenario del nacimiento del gran dramaturgo alemán Bertolt Brecht (1898-1956) trajo a mis recuerdos la pequeña participación que, hace algo más de treinta años, aporté al conocimiento de algunos miembros, pocos, de la aletargada sociedad española de finales de los 60, y a la entonces arriesgada «lucha» por la libertad y la cultura de un grupo de ciudadanos que despertaban, somnolientos, de un largo sueño de alienación de tres décadas de implacable autoritarismo. Aquel 1968, programadas por el Grupo «Quimera Teatro Popular», cuyo lema era «incidir es lo que importa», pronuncié dos conferencias, cargadas de ingenuidad y temeridad, acompañado en ambas, por dos celosos censores de la brigada político-social, fiel guardadora de la pureza política de los súbditos del Régimen.

La primera, en la Casa Diocesana de la Iglesia, titulada «El momento histórico de Galileo Galilei», previa a la representación, en el salón de actos del Colegio Médico y en el Seminario «San Bartolomé», de la obra de Bertolt Brecht «La vida de Galileo». Era el mes de marzo. 

La segunda, en un espléndido día del mes de julio isleño, en el Albergue de Mandos «Mora Figueroa». ¡La gallina en corral ajeno! Con nuestra representación -y algunas otras, mínimas, en otras ciudades- Bertolt Brecht, tal vez el mejor dramaturgo del s. XX, autor «maldito», pasaba de puntillas por la escena española. Llegaban a España por aquellos días los ecos del «Mayo francés», un intento de subvertir el antiguo orden que representaba el general De Gaulle; caía asesinado el pastor Martin Luther King, redentor de los negros (el 4 de abril) y un desconocido guardia civil, José Pardines Azcay, tenía el macabro honor de ser la primera víctima mortal de la barbarie de una banda asesina llamada ETA. El 20 de agosto, las tropas soviéticas invadían Checoslovaquia y ponían fin a la «primavera de Praga» de Alexander Dubcek. Era el principio del fin de una ilusión de libertad. Y de Carlos Marx.

Decía yo en aquellas dos conferencias, «plagiando» a B.B.: «Necesitamos un teatro que no sólo nos procure sensaciones, ideas o impulsos, sino un teatro que despierte aquellos pensamientos y sentimientos que juegan un papel en la transformación de la sociedad» (Breviario de estética teatral, 1948); un teatro distinto, donde el actor no actúa, sino narra (jamás el actor deberá transformarse en su personaje); un teatro donde la obra no nos absorba, sino que nos despierte; un teatro, en definitiva, que no nos haga experimentar únicamente sentimientos, sino que nos obligue a reflexionar, a tomar decisiones». Estaba hablando del teatro épico de B.B., de un teatro en contraposición a los viejos conceptos aristotélicos (forma dramática del teatro).

«Para los griegos -escribía entonces el autor teatral M. Pérez Casaux- la tragedia tenía un fin moral mediante la representación de unos sucesos espantosos, el espectador sentía compasión y terror, lo que le llevaba a ser mejor de lo que era, a humanizarse en sí mismo y en sus relaciones con sus semejantes. Esto era la catarsis, que equivalía a una purificación». A «purificarse», sí, pero nada más.

Para B.B. y su teatro épico, esta purificación, esta catarsis, era una forma de enajenación, de turbación de la razón de ensimismamiento, de fatalismo. ¿En qué medida? En la medida en que el espectador se veía obligado a aceptar una imagen inamovible de la sociedad y del hombre. Nada cambia porque todo está ya preestablecido. El Destino es inmutable. «Luchar contra el Destino es luchar contra el Señor», decía uno de los personajes del «Aben Humeya» de Villaespesa. En el Eclesiastés, Cap.I, v. 9, ya se alertaba que «aquello que ha sido es lo que será, y lo que se ha hecho lo que se volverá a hacer». Es esta concepción del mundo lo que intenta romper B.B.

Para él, el teatro debe tener como fin evitar el adormecimiento de la conciencia, que hace perder al hombre su condición de individuo libre en el seno de una sociedad libre, al menos, desde los parámetros de un autor marxista. Para su consecución, B.B., aplicará en su teatro la teoría -y práctica- de la distanciación: distanciación en el tiempo, en el espacio y del actor respecto de su propio personaje, del que se desdobla, «abandona», cuando el autor lo crea necesario. «Representación distanciadora -escribe B.B. en el «Pequeño Organón»- es aquella que nos permite reconocer el objeto, pero que lo muestra al mismo tiempo algo distante». Distanciación y sorpresa como provocación al espectador. De esta forma, y como ejemplo, Brecht, para hablarnos -y hacernos reflexionar- sobre el dogmatismo de la Iglesia de su tiempo, trasladará la acción a la Florencia del s. XVII y nos contará la historia de Galileo, perseguido y encarcelado por el poder de una Iglesia que ve en él al «enemigo» que va a desvelar que la Tierra -y por lo tanto la Iglesia y el papado- no ocupan el centro del Universo conocido, sino que están a extramuros del sistema copernicano.

Sorprender: he ahí la aportación de B.B. al teatro del s. XX. Sorpresa para fomentar la reflexión; reflexión que conduce a lo que B.B. quiere del teatro: a la toma de conciencia. Al hombre del s. XX, «hijo de la era científica», no se le hace más hombre, más racional, con la provocación de emociones, sino a través de la racionalidad, sin por ello dejar de entretener al espectador, obligación ineludible de todo espectáculo, que no otra cosa es el teatro.

Toda la obra de B.B. -que es la que me interesa y no su autor- entretiene y, al propio tiempo, hace pensar, reflexionar. Decía el dramaturgo -me parece recordar- que la transformación de la sociedad es un acto de liberación, pero también de alegría. La fantasía, la imaginación y la creación no están reñidas con la exposición de la razón.

A Bertolt Brecht, obligado es recordarlo, no es posible separarlo, como individuo, del Bertolt Brecht dramaturgo. Brecht tiene unas convicciones socio-políticas que se reflejarán en su obra: B.B. es marxista. Pero Brecht no hace de su obra un panfleto político. Sin embargo, hoy creo que su obra es tan válida para un comunista íntegro, incontaminado, como para un buen cristiano, incontaminado de dogmas, dogmatismos e intolerancias. De esta postura ideológica nacerán obras como «Madre Coraje y sus hijos» (1939), «Vida de Galileo» (1938), «La persona buena de Sezuan» (1942) o «El círculo de tiza caucasiano» (1944).

Hoy, cuando el siglo se nos ha ido irremediablemente de las manos, B.B. ya no es un dramaturgo sólo para marxistas. Su teatro, su mensaje, es válido tanto para socialdemócratas, como para demócrata-cristianos; para cristianos como para descreídos. Incluso para marxistas de Estado. Bertolt Brecht es pacifista, antiimperialista; hombre de nuestro tiempo y de cualquier tiempo futuro. En su obra, denuncia la explotación del hombre por el hombre. ¿Puede ser todo esto ajeno a cualquier ideología o religión que crea en el hombre y en su felicidad terrena?

En toda su obra el mundo sigue siendo discutible, sí, pero su mensaje llegará nítido al espectador lleno de razón. A través de él podrá desenmascarar a los dominadores, a los manipuladores, a los dogmáticos, a los integristas, a los oscurantismos, a todas las vilezas del hombre, estén donde estén. Es el teatro al servicio del pueblo y de su libertad.







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