
El fracasado intento de recuperar el Peñón de Gibraltar, en 1782, y la ya conocida ineficacia de
las baterías flotantes de d’Arçon, en las que tantas esperanzas había puesto el gobierno español, no harían
renunciar en lo más mínimo la continuidad del asedio. La «Roca» comenzaba a dar, a pesar de todo, muestras de
cansancio y un hambre voraz acuciaba a sus defensores. Elliot, que defendía el «inexpugnable» baluarte, parecía
estar a punto de la rendición.
Mas Inglaterra no estaba dispuesta a ceder -y menos por la fuerza- lo que «legítimamente» había conseguido en
Utrecht el 13 de Julio de 1713. Efectivamente, la Escuadra del almirante Howe llegaba a Gibraltar en octubre,
logrando prestar socorro a la plaza pese a la oposición de las fuerzas franco-españolas; el duque de Crillon,
al servicio de España y jefe del asedio, perdía la gran batalla, la gran esperanza de recuperar ese simbólico
trozo de territorio que tantos quebraderos de cabeza dará a la Nación hasta nuestros días.
El hecho es que entre «pitos y flautas» (disputas y «malos vientos»), todo el increíble esfuerzo de España se
perdía indefinidamente cuando todas las bazas las tenía en sus manos los asediadores. Se decía entonces que
«entre EE, NN. OO. y SS. se colaron los ingleses», aludiendo a que llegaron hasta el Peñón por todos los puntos
cardinales. El Tratado de 2 de septiembre de 1783 pondría fin al último sitio de Gibraltar.
Pero el desastre naval de Gibraltar no sería, desgraciadamente, el último del siglo XVIII. El 14 de febrero de
1797 un nuevo revés para la marina española iba a tener sus coordenadas frente al Cabo de San Vicente, donde
veintiún navíos españoles se enfrentaban a la flota del «Viejo Zorro», el almirante Jervis, y su segundo el
comodoro Nelson, más pequeña, pero más disciplinada y bien entrenada. España perdía cuatro buques y otros
cuatro quedaban profundamente dañados. 1284 hombres morían bajo las aguas. El «San José», el «Salvador del
Mundo», el «San Nicolás» y el «San Antonio» arriaban banderas ante el enemigo; el «Pelayo», a las órdenes de
don Cayetano Valdés, salvaba al mayor buque de su tiempo, el «Real Trinidad». Los restos de la Escuadra entraba
en Cádiz el 3 de marzo con la humillación de una derrota vergonzante. Jefes y oficiales serían objeto de versos
y coplillas satíricas en las que se ridiculizaba su derrota. La irritación de los gaditanos pondría de
manifiesto a que la ciudad marítima y comercial le afectaban las derrotas de la Escuadra, una de cuyas misiones
era su defensa, y la de los buques de la «carrera de Indias». Era inaudito, además de la ineficiencia de
algunos oficiales de la Armada, la falta de una marinería preparada para la guerra en la mar, ahora formada por
vagos y maleantes, llevados a la fuerza a bordo de los buques. Hasta el Directorio de la República Francesa
(ahora aliada con España) requirió al Príncipe de la Paz el castigo para los responsables de la derrota: don
José de Córdoba, Cte. Gral. de la Escuadra fue sometido a consejo de guerra en Cádiz y severamente castigado,
como lo serían también su segundo y los comandantes del «Atlante», el «Glorioso», el «San Francisco» y el «San
Genaro», todos ellos degradados por su falta de pundonor, desobediencia y poco espíritu marcial. Nelson
comentaría: «Vemos a las damas paseando por las murallas y alamedas, y sabemos cómo ridiculizaban a los
oficiales de marina» (?). El caso es que la Marina española sufría un auténtico mazazo que la dejaría dañada
hasta que le llegue el tremendo desastre de Trafalgar.
La victoria inglesa en San Vicente iba a dar alas al inveterado enemigo.
Efectivamente: a mediados de abril, Jervis y Nelson establecían el bloqueo de Cádiz, defendido por D. José de
Mazarredo, quien suplicó al almirante inglés, como cuestión prioritaria, por ser los más cercanos a las naves
ofensivas, permitiera a los pescadores gaditanos que pudieran continuar con sus faenas sobre sus pateras en las
aguas circundantes. Al día siguiente, el almirante sitiador contestaba encabezando su carta con esta frase:
«Nada me causará mayor satisfacción que suavizar el azote de la guerra entre las gentes de dos naciones
formadas para vivir entre sí con estimación y concordia» (...) «Suplico a V.E. que me haga la justicia de creer
que soy incapaz de causar la menor injuria a los inofensivos habitantes de las naciones contra quienes estoy
empeñado en hostilidades por las órdenes de mi soberano, en cuyo desagrado incurriría ciertamente si no usase
de toda humanidad en las operaciones militares».
D. José de Mazarredo

Mazarredo, un preclaro marino de la Ilustración, que va a defender Cádiz con todas sus fuerzas y toda su
inteligencia, dirá a sus oficiales la frase, reflejo de su talante y que para el s. XXI quisiéramos oír la
inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo de sus dirigentes: «Nunca tenga cabida en vosotros la ferocidad».
Con Mazarredo y hombres de la talla de Federico Gravina, Antonio de Escaño y Cosme Damián Churruca, Cádiz podrá
sentirse seguro, pese a la fuerza enemiga...
A mediados de junio una reducida fuerza naval española formada por navíos, faluchos, cañoneras, botes y
sereníes, se aprestaban a la lucha.
A las nueve de la noche del tres de julio, una bombarda inglesa rompía el fuego sobre el castillo de San
Sebastián. Inmediatamente, fuego y ruido llenaban los tranquilos aires del verano gaditano; obuses y granadas
caían sobre la Caleta ante el terror de pescadores y vecinos. Nelson dirigía a bordo de una lancha de trece
hombres las operaciones de ataque. Mal se pusieron las cosas para los españoles, hasta que el valor de los
marinos españoles, superando el normal miedo ante un enemigo destacadamente mejor armado, sería principio de
una feroz contraofensiva que llegará hasta el abordaje sobre los botes ingleses por los hombres de las lanchas
españolas capitaneadas por Cavalieri y Ferriz (muerto el primero, herido el segundo).
Cuando Ferriz recobre el conocimiento podrá contemplar cómo un jefe inglés lo sujeta, impidiendo que fuera
rematado por la soldadesca: ese jefe era el contraalmirante Nelson, segundo de Jervis, que por disposición de
éste dirige el bombardeo sobre la ciudad. Cuentan las crónicas que muchos gaditanos huyeron hacia los pueblos
cercanos, conscientes de que la ciudad sería arrasada y conquistada si un milagro no lo remediaba. Pero los
milagros no llegan sin que quien los espera no ponga toda la carne en el asador». Y así tuvo que ser. Cádiz se
salvaría -como era premisa de Mazarredo- con valor, pero sobre todo con esfuerzo e inteligencia; en el tiempo
de siete días la ciudad se puso «manos a la obra», armando ocho tartanas y diez barcos grandes bien armados.
¡Trabajo les iba a costar a los ingleses apoderarse de Cádiz! El 5 de junio, Mazarredo apostaba en la Caleta 16
lanchas cañoneras, mientras otras 15 quedaban en la boca del puerto. Ese día, al anochecer, una bombardera
inglesa se dirigía nuevamente a la ensenada de levante, la Caleta, para infligirle un duro castigo de obuses. A
las 9,55 las fuerzas de Mazarredo rompían el fuego desde la cercana zona del vendaval. En la madrugada, el mar
de Cádiz ardía entre las llamaradas de los obuses y el estruendo de las explosiones. El fragor de la artillería
era casi apocalíptico, tanto como el miedo de los más avezados marinos, conocedores de tempestades, abordajes y
corsarios... Ante la dura resistencia, el enemigo, por fin. se retiraba.
Un segundo intento, también infructuoso, tendrá lugar días más tarde; a media mañana, desde la Caleta, las
lanchas cañoneras rechazaban a los ingleses con tal energía, que la famosa bombardera de Nelson quedaba fuera
de combate. Nelson y Jervis se retiraban de Cádiz rumbo a Tenerife. Lo que al famoso héroe de Abukir le había
parecido sería un tranquilo paseo por las aguas gaditanas, resultó ser una contraofensiva española con todas
las de la ley, obligando al inglés a la retirada hacia otras latitudes, tal vez más propicias para una
victoria.
En 1805 la suerte personal de Nelson sería muy distinta: moriría en Trafalgar, destruyendo, al propio tiempo, a
la flota franco-española mandada por el almirante Villeneuve.