
La mañana del 30 de mayo de
1887, debió ser espléndida de oros y de luces, si nos atenemos tan sólo a tres circunstancias determinantes:
primavera, mayo y ocurrir siempre, siglo tras siglo, de idéntica manera. Cádiz, que no ha olvidado sus orígenes
fenicios, se disponía a hacer verdad, una vez más, su destino de ciudad que nacida de los hombres del mar, ha
de vivir, como una dulce cadena, ceñida al mar que la hizo espléndida, abierta a todos los rumbos, marinera por
todos los vientos: en ese magnífico año, la ciudad de Melkart-Hércules, dios de navegantes y comerciantes,
levantaba la gran Exposición Marítima Nacional, ese sueño que había de hacerse una tangible realidad en los
días medios de un Agosto que se acerca a pasos de gigante...
En el extramuros que llaman los gaditanos la «Punta de la Vaca», casi orillando el mar por el que algún día muy
lejano tal vez llegase a esta mágica tierra su poseedor, surgía a la luz meridiana de los soles del Mediodía,
bajo el azadón de un nivelador de terrenos, una maravillosa e inigualable «joya» de la arqueología occidental,
única en todo el sur peninsular: el sarcófago antropoide masculino que hoy se conserva en el Museo Arqueológico
Provincial de Cádiz. En él yacen los restos de un ser que un día tuvo vida y se extinguió para la eternidad -en
una tierra adoptada o nativa- mucho antes de que Cristo caminara por las de Galilea, antes de que Alejandro
Magno conquistara las de Persia o Tolomeo I levantara la célebre biblioteca de Alejandría. Acaso supo de la
guerra del Peloponeso; tal vez le llegaron noticias de su coetáneo, el ateniense Platón o de la actividad
científica de Demócrito de Mileto...
El singular hallazgo era, sin duda, el primer «regalo» que la Exposición Marítima -y 2400 años de historia-
daba a un Cádiz que por aquellos años vivía ilusionado con lo que iba a «traer» el gobierno liberal de Sagasta
y el gaditano Moret: eran tiempos propicios para el alumbrado eléctrico, los primeros teléfonos y el submarino
de Peral.

Antes de la «afloración» de la «joya», el 10 de Marzo, como un anticipo, y en este mismo terreno de la futura
Exposición habían aparecido, aledaños al antropoide, dos sepulcros correspondientes a un hombre y una mujer
(¿unidos en la vida y en la muerte por algún vínculo de sangre o afectividad?), en los que se encontraban
restos de armas, un collar de trozos de tibia y un magnífico anillo de oro en el que se engasta una piedra
giratoria grabada con el escarabajo sagrado (el «ateuchus sacer» de los egipcios), símbolo del Creador y motor
del mundo; en el de la mujer, un collar también de oro, ágata y marfil. Varios peritos recordaron que en el
Cádiz romano hubo un templo dedicado a la muerte y que no era de extrañar que uno de los collares encontrados
perteneciera a algún sacerdote de dicho templo.
Mas, volviendo al sarcófago antropoide, situado en la tierra con pretensiones de destacar sobre los otros dos,
resaltaba inmediatamente no sólo por su forma -la humana- sino por el noble acabado de su estructura y la
piedra marmórea de su materia, indicios evidentes de contener a quien en vida fue hombre de relevancia en la
política, la religión o el comercio... Alguien, con más imaginación devota que prudencia científica, pensó que
quienes allí transcurrían su eternidad corpórea eran... ¡los mismísimos Patronos! enterrados allí después del
martirio...
Formaban -y forman el sarcófago antropoide, un arca hueca de mármol de una sola pieza, de dos metros y quince
centímetros de largo y 67 cm. de anchura máxima, cubierta con una tapa que representa a un hombre de edad entre
45 y 55 años, revestido con larga túnica hasta los pies desnudos. La barba, bien poblada, recordaba a la del
Zeus de Fidias de las monedas de la sagrada Elida de los Juegos Olímpicos; al centauro de las metopas del
Partenón o al rey fenicio de Sidón de principios del IV, Esmunazar... ¡Qué gran parecido al Hermes de Alkamenes,
discípulo de Fidias! Sobre el rizado cabello aparece -en interpretación equívoca- una «tiara» egipcia de
navegante tirio; en la mano izquierda, cuyo brazo se dobla en ángulo recto hacia el centro torácico, un corazón
mientras que con la derecha parece tomar una corona que aún conservaba vestigios de color. De su rostro, en
propia opinión parece desprenderse un cierto aire de solemnidad y de la suavidad de la mirada escrutadora, un
cierto dejo de melancolía... Los ojos, la boca y la nariz, tienden a una atrevida abstracción de estar en paz
con su destino y sus manes...

El estudio del esqueleto realizado por los especialistas de la época del descubrimiento, fue sumamente
interesante y curioso. Alguno de los estudiosos, basándose en el pequeño volumen del cráneo, aseguró que más
correspondía a un aborigen australiano que a un espécimen mediterráneo; quienes recurrieron al naturalista
alemán C. Vogt y a sus teorías, el individuo ahora convertido en esqueleto podía muy bien tratarse de un
estúpido, indigno del espléndido sarcófago que lo contenía; para otros, su índice cefálico inferior a 80, era
signo de corresponder, con grandes posibilidades de acierto, al tipo celta. Hubo también quien aseguró que
Cádiz estaba ante un sacerdote egipcio, al presumir que la «tiara» o torre cilíndrica de la cabeza,
representaba un simbólico «pschent»; los hubo que aseguraron que la cuestionada terminación o remate de la
testa, recordaba el casquete sacerdotal, el «apex» del augur romano o, tal vez, el adorno de un caudillo
celtíbero o cartaginés.
El Dr. Rodríguez Berlanga -colaborador del famoso Hubner, que por entonces viajaba a través de España-, fue uno
de los que compararon al sarcófago gaditano con el del mencionado Esmunazar. Hubner -al igual que D. Adolfo de
Castro- con mayor juicio que sus colegas, optó por considerar al saliente de la cabeza, no como tiara, sino
simplemente como un artificio para asir la tapa.
Al comentarista del «Diario de Cádiz» del 12 de Junio de 1887, la «figura que el sarcófago tenía esculpida, en
la que encontraba rasgos asiáticos», le hacía pensar que su «carácter era fenicio». Este mismo diario (15 y 16
de Febrero de 1890) teniendo en consideración todo lo hasta entonces dicho, escribía:
«...teniendo en cuenta la forma arcaica griega de la cabeza esculpida en el sarcófago antropoide, el estudio
del esqueleto en él contenido, así como el de los restos y objetos hallados en las dos sepulturas próximas a
aquél... creía que el citado esqueleto era de algún egregio prócer celtíbero, de algún ilustre magistrado
gaderitano, investido como tal de funciones sacerdotales y representado en el ejercicio de ésta, y que los
otros dos correspondían a algún pariente o aliado suyo, jefe de algunas bárbara tribu celtíbera de los
contornos, y de su mujer, unidos ambos por estrecho vínculo al prócer así como que unos y otros debían
remontarse al siglo IV o V antes de nuestra era...»
Todo un abanico de especulaciones que mantuvieron a la ciudad interesada durante algunos años... Lo que sí fue
cierto es que el sarcófago masculino -luego lo sería el femenino- supuso para Cádiz fama y visitantes,
especialmente de historiadores y arqueólogos de todo el Mundo «civilizado», dada la trascendencia del hallazgo,
admirado y reconocido desde su «afloración», sin que desde entonces haya perdido interés para estudiosos, ni el
placer de contemplarlo para el gran público que forman españoles y extranjeros.
Pero algo más tiene que agradecer Cádiz a su sarcófago: la creación inmediata del Museo Arqueológico
Provincial, uno de los más importantes de la España moderna.
Hoy se data al sarcófago antropoide masculino de Cádiz hacia el año 400 a.C. y se le reconoce originario de
Sidón basado en modelo egipcio. De entre los varios criterios sustentados para establecer la personalidad del
representado, parece la más verosímil la del eminente historiador del arte D. José Pijoán, quien ve en él el
retrato estereotipado de un príncipe mercader fenicio muy en consonancia con los orígenes comerciales de la
ciudad.
En el Museo Provincial gaditano se muestra ante el visitante como «superviviente» testimonio de un remoto
milenio (2400 años) y de una ciudad llamada Gadir, que en lengua púnica significa vallado («punica lingua
saepes significante», Plinio, IV, 120). No de otra ciudad es la tierra que pisamos...