Sobre cada metro cuadrado de terreno descansa una columna de aire que pesa más de 10.000 Kg. Sobre la
superficie de nuestro planeta gravita, pues, un peso de unos 5.000 billones de toneladas. Los seres vivos
estamos acostumbrados a esta presión, que equilibra la tensión de nuestros líquidos internos.
Cuando la presión falta, por ejemplo, al subir a la cima de una montaña, respiramos con dificultad, se nos
nubla la vista y, si continuáramos ascendiendo hasta encontrar capas menos densas, no tardaría en acometernos
un desvanecimiento causado, en gran parte, por la falta de oxígeno, y también por la dicha disminución de la
presión atmosférica. Estos efectos pueden ser pasajeros, pero si tal situación se prolonga el resultado puede
ser fatal. Los alpinistas y aviadores saben que las hemorragias por nariz, ojos y oídos son frecuentes cuando
se sobrepasan los 4 ó 5.000 m. de altitud.
Un litro de aire pesa poco más de un gramo (1,293 g). Si llenamos un tubo con agua e impedimos que salga el
líquido al volverlo boca abajo y lo introducimos en esta posición en un recipiente lleno de agua, veremos que
toda el agua se mantiene dentro del tubo aunque éste tenga 10 m. de altura. El peso del aire equilibra el del
agua contenida en el tubo. Si en lugar de aire colocamos mercurio, veremos que la altura que alcanza el mismo
dentro del tubo, contada a partir del nivel del líquido, es de 760 mm. cuando el tiempo es bueno. Esta es la
llamada presión normal y a nivel del mar.
Es de todos conocido el experimento consistente en llenar un vaso de agua, cubrirlo con un papel y darle la
vuelta al vaso. La presión atmosférica, que se ejerce también de abajo hacia arriba, es tan intensa que
sostiene el líquido contenido en el interior del recipiente.
El primer físico que estudió a fondo la presión atmosférica y logró medirla fue el italiano Evangelista
Torricelli, que vivió a mediados del siglo XVII. Inventor del barómetro que lleva su nombre, abrió anchos
horizontes a la Física y a la Meteorología.
Los mayores recordarán al «frailecillo de la capucha» -que colgaba de la pared en muchos hogares-, cuya varilla
mágica señalaba «buen tiempo», «lluvia», «viento» o «tempestad», y que constituía el oráculo de la familia. El
aparato era un higrómetro sencillo -de cabello-, pero con su capucha y su brazo movibles.
El popular “fraile” sería desplazado de nuestras casas allá por los 60, cuando comenzara a popularizarse la
TV., y por el no menos popular Mariano Medina, “el hombre del tiempo”, con sus -no siempre- acertadas
previsiones.