Octavio, hijo adoptivo de Julio César, creó el Imperio, una entidad capaz de mantener un lazo común a pesar de
la multiplicidad de razas y naciones, y la Religión debía ser en ella el más poderoso principio de unión.
Empezó por hacerse otorgar (27 a. de J.C.) el nombre de Augusto y siguió el consejo que a los romanos daba
Horacio de reconstruir los templos y santuarios de los dioses.
En el año 28 a. de J.C. gastó cerca de cien millones de sestercios en el restablecimiento de las ceremonias
tradicionales ya olvidadas y en la reconstrucción de templos que la indiferencia o las guerras habían hecho
caer en el olvido. Aumentó los colegios de pontífices, favoreció a las vestales e hizo revivir las fiestas
lupercales y las saturnales.
Horacio escribió versos acerca de la alianza de la piedad con la prosperidad y la dicha. El voluptuoso Ovidio
se asombraba de verse convertido en versificador del calendario religioso, y Virgilio escogió como héroe de su
Eneida a un sacerdote, el piadoso Eneas, ingeniándose para introducir en la trama de su poema cuanto tuviese
relación con los temas religiosos.
El nombre de Augusto entraba en las fórmulas deprecatorias; en las fiestas públicas y privadas se pronunciaban
brindis que hubieran podido muy bien tomarse por invocaciones, y muy pronto no bastaron tales honores, y empezó
a desarrollarse un verdadero culto. Las almas estaban preparadas para esa transición, pues la Filosofía había
oscurecido la separación entre la naturaleza divina y el hombre, y los romanos diéronse a imitar a los griegos
bajo la dictadura de Julio César. En vida de éste, el Senado votó la construcción de un templo y la institución
de juegos en su honor. Incluso un mes del año tomó su nombre, y después de su muerte, el Senado y los comicios
colocaron oficialmente el «Divus lulius» entre los numerosos dioses de la ciudad, dedicándosele un santuario en
el foro.
Si bien Augusto rehusó ser llamado dios, en la práctica fue honrado como tal y aceptó que al mes llamado hasta
entonces «sextilis» se le denominara augustus (Agosto). Después de muerto, el Senado le adjudicó honores
divinos y se le construyó un templo en su honor.
Durante el Imperio las emperadores fueron honrados incluso en vida. En las provincias, el culto del emperador,
asociado al de la diosa Roma, adquirió una inmensa importancia política y religiosa. No querer asociarse a él,
como lo hicieron los cristianos, equivalía a dejar de ser ciudadano y exponerse a implacables persecuciones.
El culto de Isis y de Osiris procedía de Egipto. En el año 38 se construyó en el Campo de Marte un templo
consagrado a Isis. Desde entonces su culto se extendió por las provincias latinas del Imperio, pero sin
reclutar muchos adeptos entre la masa de los provincianos.
Las dos fiestas más impresionantes eran las del «navigium isido» y la de la «inventio». La primera se celebraba
el 5 de marzo. Al llegar la primavera, una procesión magnífica y extravagante se dirigía hacia el mar. Cuando
llegaban a la orilla, se botaba una nave magníficamente adornada, consagrada a Isis. Todos los años, en Roma,
en los primeros días de noviembre, los fieles lloraban la muerte de su dios. Se simulaban, con acompañamiento
de cantos fúnebres, los viajes de Isis en busca del cadáver de Osiris. Una vez hallado el cuerpo se producía
una explosión de alegría, y los cantos de triunfo delirante sucedían a las lamentaciones.
Desde las tiempos de Artajerjes, el culto de Mitra, originario de Persia, se había extendido mucho por el
Mediterráneo. Destruido el imperio de Alejandro, los soberanos de los diversos Estados nacidos de aquella
desmembración, se gloriaron de conservar cuanto les unía a la antigua Persia y, en consecuencia, el culto de
Mitra fue objeto de honores especiales. En tiempos de Heliogábalo (218 d.C.) se intentó elevar al dios Baal, de
Siria, a la categoría de divinidad soberana del Imperio. Los monstruosos vicios de aquel príncipe, y los
desmanes a que dieron lugar las fiestas del nuevo Sol, provocaron una reacción contra los cultos sirios. No
obstante, persistió la tendencia, que fue creciendo al reconocer en el Sol la divinidad suprema y universal.
Estaba entonces de moda proclamar que todas los cultos se referían a la adoración de un solo dios bajo nombres
y ritos diferentes, conforme al genio de cada raza y de cada nación. Por lo tanto, no podía haber religión
alguna que fuese falsa, ni ritos desprovistos de significación. El sacerdote de Isis podía ser gallo de
Cibeles, y el devoto de Mitra podía participar de las misterios de Eleusis. Alejandro Severo colocaba las
estatuas de Jesucristo y de Abraham entre las de Orfeo y la de los Lares en su oratorio privado. El Sol se
había convertido en el símbolo de aquel dios supremo, origen de toda la vida, inmortal y omnipotente. En
tiempos de Aureliano (270-275) el culto del «Sol invencible» triunfó, incluso oficialmente. El emperador le
hizo construir un templo magnífico en Roma, instituyó en su honor espléndidos juegos y le colocó en la cumbre
de la jerarquía divina como el «Señor del Imperio Romano».
Alrededor del culto del Sol se concentró también la reacción pagana en los días de Juliano el Apóstata
(360-363).
Este período final de la religión romana ilustra con elocuencia sobre la grandeza y la miseria del Imperio.