En el siglo VI, al lado de la religión nacional, nacieron otras religiones secretas, accesibles sólo a los
iniciados, los misterios y el orfismo, como una satisfacción de esta curiosidad intelectual propia del alma
griega.
Las misterios más celebres fueron los de Eleusis. Tenían lugar todos los años y constaban de dos grupos de
fiestas distintas.
Los pequeños misterios se celebraban en Agra, un arrabal de Atenas, y eran el preámbulo necesario para ser
iniciado en los grandes misterios.
Les precedía una purificación en las orillas del Ilisos. Después, los candidatos recibían las revelaciones que
constituían la iniciación propiamente dicha, y desde este momento eran contados entre los mystes o iniciados.
Las ceremonias sagradas se celebraban en este orden:
El 14 Bredomión, los objetos sagrados eran trasladados de Eleusis, en Atenas, al santuario de Eleusinión. El
15, dos de los principales signatarios, el hierofante y el daduco, enumeraban las condiciones para ser
admitidos en los misterios, excluyendo a los criminales, sacrílegos, asesinos o bárbaros. Se imponía a los
candidatos la obligación del más absoluto secreto. El día 16, los iniciados se dirigían a la playa y se
sumergían en el mar, cuyas aguas tenían la virtud de borrar toda mancha. Cada uno llevaba consigo -y lavaba en
las aguas- un cochinillo, que debía luego inmolar a Demetra. Después de dos días en que se guardaban los ayunos
y abstinencias prescritos por los mistagogos, los iniciados se dirigían procesionalmente de Atenas a Eleusis.
En medio de cánticos sagrados y de ensordecedores gritos, eran conducidos en triunfo los objetos sagrados y la
estatua de Yaccos, joven dios, que se identifica con Dionisio.
La procesión llegaba a Eleusis por la tarde. Después de varias purificaciones y ayunos, los iniciados apuraban
el brebaje místico. Finalmente asistían durante la noche a los espectáculos misteriosos que se desarrollaban en
el interior del templo de Demetra. Ya por la noche se abrían las puertas del santuario y el hierofante,
revestido de magníficos ornamentos, ceñida la frente con diadema real, mostraba a los iniciados reunidos los
objetos sagrados sumergidos en un mar de luz.
El efecto de semejantes espectáculos, que se desarrollaban en medio de un grandioso aparato escénico, era
inspirar a los iniciados la seguridad de una existencia feliz en el mundo subterráneo.
El orfismo, fue un saber de salvación. Su mito principal es la leyenda de Dionisio Zagreus, nacido de Zeus y de
su hija Perséfona. Zagreus recibió desde su infancia el imperio del mundo. Hera, celosa, excitó en contra de él
a los titanes. El joven dios, a través de una serie de metamorfosis, se sustrajo a sus persecuciones, hasta
que, apresado por ellos bajo la forma de un toro, fue despedazado y devorado. Palas consiguió, sin embargo,
arrebatarles el corazón de la víctima, y de este corazón renació el nuevo Dionisio. Zeus se vengó de los
titanes fulminándolos con sus rayos y de sus cenizas surgió el género humano, en medio del cual el elemento
titánico, principio del mal, está en continua guerra con el elemento dionisíaco, principio del bien, derivado
de la sangre de Zagreus.
De ahí la necesidad de luchar hasta conseguir el triunfo del elemento divino y poder oír de Perséfona la
palabra salvadora: «Bienaventurado y dichoso: tú serás dios y no ya simple mortal.» Sobre esta concepción
teológica se formó el culto, con misterios especiales que se celebraban durante la noche en reuniones a puerta
cerrada.
Con las conquistas de Alejandro Magno (356-323 a.C.), la religión griega penetró en Asia y Egipto donde sus
dioses tuvieron una favorable acogida, especialmente en este último país, donde se les añadió el culto de
Alejandro y de los Tolomeo (nombre que usaron los reyes griegos de Egipto de la familia de los lágidas, 306-60
a.C.), reyes y reinas divinizados, y, de este modo, los homenajes tributados en otros tiempos a los faraones.
Grecia, a su vez, también abrió las puertas a las influencias extranjeras. Los dioses egipcios, hasta entonces
venerados en los puertos griegos por algunos extranjeros, fueron reclutando secuaces en el mundo helénico. Los
adoradores de Isis y de Serapis se multiplicaron en las islas del mar Egeo, en Grecia, en Sicilia y en Italia.
Pero, a medida que la Religión ganó en extensión, perdió en profundidad, aunque subsistía todavía el culto
oficial.
Cada vez se acentuó más el divorcio entre la vida religiosa y la civil y sólo más tarde la divinización de las
emperadores romanos devolvió aquella unidad (Octavio, hijo adoptivo de Julio César, se otorgó el nombre de
Augusto -27 a.C.- y su nombre comenzó a entrar en las fórmulas deprecatorias para terminar en un verdadero
culto). Pero este culto fue el triunfo del más radical antropomorfismo, de la fatal dependencia de hombre a
hombre y, por tanto, la ruina del sentimiento religioso, incompatible con estas apoteosis de los soberanos.
A la par que se iban confundiendo los límites de lo humano y de lo divino, desaparecían también las diferencias
entre las distintas divinidades. La mitología griega se alteró, y el culto abstracto de la Fortuna, por
ejemplo, alcanzó un desarrollo extraordinario.
Mientras que en Homero la Moira representaba el destino que señalaba al hombre su puesto en el conocimiento
universal, Tyché fue ahora lo caprichoso, el azar. La astrología caldea fortaleció estas tendencias fatalistas.
Los papiros que lograron escapar a las sistemáticas destrucciones ordenadas por los emperadores, descubren la
enorme influencia de la magia.
Finalmente, tomó gran extensión el culto a los demonios. Plutarco fue su principal campeón. Según él, los
demonios eran seres invisibles, aéreos, que habitaban en el espacio entre la Tierra y la Luna, inteligentes,
pero sujetos a las pasiones y al error. Unos eran malos, a quienes se dedicaban los ritos y fiestas lúgubres, y
otros buenos, entre los que figuraban almas justas, servidores de los dioses, etc.