Plumas selectas
  • TEXTOS 2

  • NO ME DESCUBRIERON, LUEGO SOY INOCENTE

    - En esta clase voy a hablar de ustedes -anunció el profesor sacando un pañuelo de tela de la bolsa trasera del pantalón-. ¿Les interesa que hable de ustedes? -desplegó el pañuelo con rápido movimiento-.

    Estoy seguro que les interesa. Si me preguntaran por los jóvenes de hoy, menos de dieciocho años, diría que... -el pañuelo voló a la nariz-, diría que -se sonó-, el rasgo más destacado es marchar hacia una nueva moral, la moral de la no-culpa -el pañuelo se replegó al tamaño de un puño y regresó a la bolsa trasera del pantalón.

    - Se los explicaré. ¿Están de acuerdo con que se los explique?
    - Profe -intervino un alumno- ¿es cierto que en Argentina fajar se dice franeliar?
    - Cayáte vos, dejáte de joder, che -otro alumno.
    - La moral de la no-culpa -prosiguió el profesor-. Antes el tipo cometía un crimen, venía a resultar que tenía suerte y escapaba a la justicia. Pero no a su conciencia. Si quieren conocer el prototipo de aquella moral, les recomiendo leer la novela Lord Jim de Conrad.
    - Profe, está lloviendo -un alumno.
    - ¿Está yo-viendo? -otro le hizo eco-, no sabes hablar, se dice estoy yo-viendo.
    - ¿Llo-viendo? No veo cómo yo pueda llover.
    - Allí, en su conciencia -la voz del maestro apagó la polémica-, estaba instalada la culpa como un segmento listo a activarse, a dar lata, dirían ustedes. Y el tipo, a pesar de haber escapado al castigo, no podía vivir tranquilo. Y ni qué hablar si era creyente. Era preferible pagar aquí, en la tierra, sus deudas, y no en el más allá. Y un buen día, no soportando más el peso de la culpa, el tipo corrió a confesar todo a la delegación. Y esa noche, entre rejas, por fin pudo dormir tranquilo. O bien el sujeto se encargaba de dejar un indicio acusatorio. Ya el dicho "el asesino vuelve al lugar del crimen" estaba sancionando la imprudencia como acto fallido. Hoy, cuando la mayoría de los delitos queda impune, la mala conciencia ya no dice "el que la hace la paga" sino: aprovecha la situación no seas pendex, no te dejes agarrar, cuida bien de no dejar indicios, no me vengas con acto fallido ni mamadas. En rigor, la mala conciencia se ha jubilado y en su lugar...
    - Profe, el alumno Maracachimba me está molestando.
    - El empezó primero -se defendió el aludido.
    - En el hogar de mis padres -prosiguió el profesor- bastaba una mirada severa para anularme porque, como digo, la culpa estaba ya instalada dentro mío, dentro del niño que entonces era, lista para activarse. Pero ustedes han reaccionado frente a ese manipuleo de las conciencias. ¿Pecado original? -se han preguntado. Y contestado: de lo que menos somos culpables es de haber nacido. Y yo los comprendo, los culpables son gente del segundo milenio cristiano, ya expirado.
    - Profe, voy al baño.
    - Y bien -prosiguió el maestro-, la moral de la culpa está en crisis. Para muchos, cede su lugar a la contraria, la moral de la no-culpa. ¿Saben qué es eso? Se los voy a explicar. ¿Cometí un crimen y quedó impune? Qué bueno. Soy doblemente feliz: me di el gusto de hacer daño, de ser violento con el otro y, si he tenido suerte, con crueldad; y luego hice pendejas -dirían ustedes y no encuentro mejor expresión- a las instituciones. O triplemente feliz: obtuve, además, sin mayor trabajo, un beneficio del crimen, sea pecuniario o en prestigio. Soy culpable si me agarran, soy inocente si no me agarran.
    - El alumno Maracachimba se echó un pedo, yo lo escuché -dijo el que se sienta al lado.
    - Y yo lo olí -dijo el que se sienta atrás.
    - Luego les escribo la bibliografía en el pizarrón -anunció el maestro-. La llamada generación ye, a la cual ustedes por edad pertenecen... bueno, les decía de la bibliografía, vamos a trabajar con una novela que, a pesar de pronósticos negativos, fue editada y obtuvo un éxito espectacular, novela que seguramente ustedes ya conocen, donde el autor se describe como un caso patológico de culpa, deteniéndose a las puertas del suicidio. Naturalmente, estoy hablando de Marcos Winocur.
    - ...-.
    - Se escribe con doble u -aclaró el profesor.
    - Entonces, es Uinocourt.
    - No, el maestro dijo Betancourt.
    - ¿Betancourt con Be grande o Vetancourt con Ve chica?
    - Betancourt con doble u.
    - ¿Con doble u? Entonces es Winnipu.
    - Uilson, el maestro dijo Güilson.
    - Un caso patológico de culpa y autopunición -repitió el profesor-. Y bien, para el nuevo criterio, un acto es moral si escapa el castigo. Pero puede suceder que las cosas me salgan mal, y me descubran. Entonces sí, me siento culpable y arrepentido. Y lo demuestro en cada una de mis actitudes, en cada uno de mis gestos. Naturalmente, forma parte de mi defensa, me lo aconsejaría cualquier abogado, y no es necesario que lo haga: me surge espontáneamente, me siento culpable de veras, no estoy simulando para obtener la absolución judicial o la más baja condena. No, al punto que es entonces -y sólo entonces- que llego a plantearme el suicidio como forma de expiación y como salida a una situación agobiante. Culpa y arrepentimiento son gatillados cuando estoy entre rejas, no antes. Caso contrario, si no soy descubierto y penado, vivo feliz, me siento -soy- inocente. Y ahí reside la distinción entre el bien y el mal, según esta nueva moral. Últimamente el cine, pienso en Asesinos por naturaleza, y desde luego Dostoiewski, el novelista ruso del siglo pasado...
    - Terminó la hora -varios alumnos a coro, mientras la clase se levanta tumultuariamente.
    - En suma -la lección acaba ante el aula vacía-, y a manera de conclusión, cabe plantearse: ¿es la nueva moral un síntoma aberrante más, indicador del próximo fin de la especie humana?
    - Y todavía, una cuestión accesoria: ¿valía la pena habérmela jugado para terminar preguntándome eso, nada más que eso?
    El viejo profesor recoge su portafolios luego de echar una mirada a su alrededor, y sale. Cruza el patio donde varios alumnos lo saludan:
    - Adióóós, profe, adióóós.
    Y más lejos sigue la polémica:
    - ¡Winnipu!
    - ¡Güilson!
     
     
    NO TENGO MADRE

    "...pobre mi madre querida
    cuántos disgustos le he dado..."
    (tango)

    Le faltaron unos meses para centenaria, pobre, su sueño fue no dejar este mundo sin ser precedida por su hijo, a quien adoraba, pero fui un egoísta, lo reconozco, no me dejé. Es curioso, la muerte de los seres más cercanos, con quienes nos unen lazos de sangre y se ha convivido por años, despierta encontrados sentimientos. Voy a dar un ejemplo, tomado de la literatura contemporánea. El Ama, personaje del teatro lorquiano, de la obra “Doña Rosita la soltera”, evoca así los hechos dolorosos de su vida:

    "Cuando enterré a mi marido, lo sentí mucho pero tenía en el fondo una gran alegría, alegría no... golpetazos de ver que no era yo. Cuando enterré a mi niña, fue como si me pisotearan las entrañas."
    Esto viene a cuento de mi madre, ahora verán; y asociado a un hecho que se remota a la infancia. Todavía me cuesta referirme al triste asunto: mi abue y mi jefa no me dejaban comer queso sin pan y tampoco jamón sin pan. Estoy consciente de que las interpretaciones psicoanalíticas están a la orden del día, y fácil me sería echarles la culpa de cuanto me ha salido mal en la vida, y que no es poco. No se trata de eso, al punto que, déjenme decirles, en cuanto pude, me harté de jamón sin pan y de queso sin pan... ¡y no supieron a nada en especial! Faltaba aquello que yo agregaba: el sabor de lo prohibido, mucho mejor imaginarlo que gustarlo... cuando deja de ser prohibido.

    Debo decir también que mi padre no estaba conforme con el veto; toda vez que podía robaba jamón y queso para comérselos sin pan, aprisa, que no lo vieran, metida la cabeza dentro del refri y luego sacándola cubierta de escarcha, y a los estornudos. Yo admiraba a mi padre por su osadía, nunca me atreví a tanto. De todos modos, marido e hijo compartíamos la prohibición caídos en igual rasero de niños traviesos, y esto mereció un castigo anticipado: mi madre nos juró que, si le tocaba en suerte asistir a nuestros entierros, lejos de sentir que “le pisoteaban las entrañas”, más bien optaría por "una gran alegría, alegría no... golpetazos de ver que no era yo.”

    Bueno, la historia del jamón y queso corresponde a Marcos niño, en tanto que a Marcos adolescente todavía le fue peor, lo voy a contar también. Mi progenitora, advirtiendo raros movimientos en la ruta que conducía al cuarto de la sirvienta, le dio por montar guardia, cortándome el paso. Sí, un día que yo subía las escaleras sigilosamente, de pronto una sombra se echó sobre mí, escoba en mano y chillando:
    -¡Vade retro! ¡Cochino pecador! ¡Vade retro!

    Lo de cochino estaba claro, lo de pecador no tanto, seguramente el ¡vade retro! era el arma letal del discurso. Y bien, ya vaderretriaba yo, pegando media vuelta hacia mi cuarto, dispuesto a hacerme una furiosa chaqueta mientras maldecía a la autora de mis días. A la mañana siguiente a primera hora, la sirvienta era corrida bajo el cargo de pervertidora de menores, sin que valieran sus protestas de inocencia. Años después, recordando el incidente, mi progenitora me pidió disculpas, sólo obedecía órdenes de mi abuela, dijo; sin darse cuenta que, para aquel entonces, mi abue había muerto.

    Salvo las dos inflexibles prohibiciones -queso y jamón sin pan, y nada de visitas a las sirvientas-, mi progenitora era un ser en la media normal de locura, una madre ecléctica, si se quiere. Un día armada de comprensión, al siguiente represiva, un tercero cariñosa, un cuarto distante; la mayor parte de las veces en este último estado. Y bueno, debo reconocer que yo era un niño caprichudo, travieso y desobediente, salvo en el affaire jamón-queso, que en mi niñez nunca me atreví a comer sin pan.
    Y bien, pasaron los años, me establecí en otro país, lo más lejos posible de aquel hogar cuya locura no era compatible con la mía. Le faltaron unos meses para centenaria, un día mi madre cayó en coma, sólo interrumpido por raros momentos de lucidez, cuando invariablemente exclamaba:

    - ¿Y dónde está mi hijo? ¿Es que va a dejarme morir sin siquiera venir a verme por última vez?

    En varias ocasiones hice las reservas de vuelo, y en otras tantas las cancelé. Me decidieron los amigos, escandalizados de que yo dudara. Ya deberías estar allá, me decían a coro. Y seguidamente pasaban a relatar sus propios casos, cuando, anoticiados de la enfermedad grave o de la muerte de sus madres, partían hechos la mocha, mientras que a mí me valía madres. No lo podían creer. Y cuanto más me presionaban, más yo me emperraba:- Pues no voy.

    - Pero ¿Por qué?
    - Porque no me da la gana.
    - Pero (a los gritos) ¡¡eres su hijo!!
    - Y eso ¿qué? Ya me tienen hasta la madre con mi madre, se meten en lo que no les importa, no tienen idea de cómo ha sido nuestra relación, del jamón con pan que me comí, del queso con pan que me comí...

    No me escuchaban, no me dejaban terminar, y era chistoso: me mandaban a verla, ya no como buen hijo, sino con un objetivo incalificable:

    -¡Vete a chingar a tu madre!

    Una vez, uno de mis amigos, que todo el tiempo había conservado la calma, me llamó aparte, diciéndome:

    -Oye, no te ofusques, lo hacemos por tu bien, tú, en el fondo, adoras a tu mamacita y después te vas a arrepentir... te entrarán remordimientos, ya sabes: madre hay una sola.
    -¡Menos mal...! –no pude evitar interrumpirlo.

    El cuate se puso todo rojo y acabó como los otros:

    -¡Vete a chingar a tu madre!

    Huelga decirlo, perdí a casi todos mis amigos y mucha gente dejó de saludarme. Pero valió la pena.
    Fue la gran desobediencia: a mi propia jefa, la familia, los amigos, los vecinos que siguieron el caso “desde cerca”, la "opinión pública" pues, a cada persona que se lo contaban, se agarraba la cabeza escandalizada. Finalmente, tras tres meses de coma, murió mi progenitora. Ese día, a mis setenta años de edad, quedé huérfano. ¿Y cuales fueron mis sentimientos? Otra vez el referente es la lorquiana Ama: “una gran alegría, alegría no... golpetazos de ver que no era yo.” ¿Qué quieren? De tal palo, tal astilla.

    Y ahora, al escribir estas líneas haciéndolo partícipe al lector, es cuando siento que por fin concluye la ceremonia del duelo y alcanzo mayoría de edad.

    ¿O sigo siendo el mismo niño desobediente de siempre, encantado de sus travesuras, cuanto más crueles tanto mejor?

    No tengo madre.

    Para ampliar el conocimiento:
    Camus, El extranjero
    Roth, El lamento de Portnoy
    Dalí, Parfois je crache par plaisir sur le portrait de ma mère (a veces escupo por placer sobre el retrato de mi madre)
    Lennon, Madre
    Ibargüengoitia, No manden flores
    Lorca, op. cit.
    Proust, Por el camino de Swann
    Pink Floyd, The wall
    Eurípides, Medea
     
     
    ¡INMORTALIDAD O MUERTE! ¡VENCEREMOS!

    Mitin en el cementerio

    Que contesten estos años, que lo diga doña Noojos, siempre tan inoportuna, se propasó con Beto, ahora visitó otro hogar, llevándose a la hija de catorce años, por eso nos dirigíamos al cementerio. ¿Nos, quiénes éramos? Pues, dos generaciones: los padres y los hijos, unos más o menos sesentistas y nostálgicos, los otros, chicos tocados muy de cerca, comenzando por los compañeros de la joven. Todos fuimos a darle el adiós. Pero la reunión luctuosa tomó otro giro, acabó en protesta, sí, mitin contra la muerte, en su propia casa, en el cementerio.

    Los de afuera seguían metiéndose dentro, lo voy a explicar. La joven, víctima de un virus, en tres días se había extinguido y, en lugar de la música que tanto amaba, se había desatado el llanto. Y si la muerte de cualquiera resulta injusta porque siempre nos queda algo por hacer en el mundo de los vivos, ésta, la de una joven de catorce años, lucía infinitamente más injusta, una violación a la regla del abuelo de los historiadores, el griego Herodoto: en la paz los hijos entierran a sus padres, en la guerra los padres entierran a sus hijos.

    ¿O en realidad estamos viviendo tiempos de guerra y no nos hemos dado cuenta?

    No sé, de todos modos, aquello fue un mitin contra la  muerte. Debo consignar que, ya a la entrada, los Grupos de Acción Utópica se habían puesto a repartir volantes agitando los lemas de ¡Muerte a la muerte! y de ¡Nunca más la muerte! Pero la gente poco caso les hizo, ocupado cada uno en encontrar un lugar en el camino del cortejo. Y así, bajo el sol calcinante, se había reunido una multitud, dos filas entre la puerta del cementerio y el edificio de cremación, y entre ellas pasó el cortejo. Al llegar a destino, hubo un grito, como si el dolor se reabriera ante una segunda muerte; habíamos acompañado a la joven en el velatorio considerándola dormida, tal vez enferma, de ahí su palidez, y hablado en voz baja para no despertarla; y ahora, al entregarla al fuego, la muerte recobraba lo suyo por segunda y definitiva vez. Fue cuando el grito voló por encima de las cabezas, y nos preguntamos:

    - ¿Quién es? ¿Es la madre, el padre, son los dos, también la hermana?

    Alguna vez los hijos fueron el bien y nosotros, necios, seguimos sintiéndolo así, claro, nosotros, los venidos de los viejos y extinguidos Clubes de Alucinados, promociones sesenta y setenta, huérfanos después del gran derrumbe. Y por otro lado, no nos llevamos del todo bien con Dios. ¿A quién, entonces, a quién nos vamos a aferrar frente a la muerte, sino a nuestros hijos?

    Y así, con la joven de catorce años, cada uno sintió ese mediodía su propia muerte, llorábamos por ella y por nosotros, la condición humana en entredicho: somos mortales y frágiles, un virus, a pesar de toda la ciencia, puede apagar la música y desatar el llanto; y además, en las fugaces vidas que nos han tocado a cada uno, las cosas, digo, no han salido bien, nada bien.

    Y lo sentimos así: cada fracaso es una pequeña muerte y la muerte es El Gran Fracaso, El Gran Fracaso Final, así lo sentimos.

    Y más aquel día en el cementerio cuando el grito vino a calcinarnos como el sol y como éste a darnos en los ojos. Y bajamos las cabezas. Y espantados nos abrazamos a los hijos, a la pareja, a los amigos. Y con el contacto de los cuerpos recobramos la fuerza. Y levantamos las cabezas y el sol nos dio en los ojos.  Y entonces todos fuimos multitud, era ya la protesta, como pasando de un sueño a otro: allá arriba, trepado al edificio de cremación, alguien se dirigía a nosotros, era un joven valido de un megáfono, su voz rebotaba entre las tumbas:

    - Compañeros -oh, cuánto hacía que no escuchaba esa palabra-, por favor, guarden silencio.

    Los murmullos cesaron, todos dirigimos las miradas hacia el orador.

    - Nos hemos decidido a hacer un mitin contra la muerte, cansados de sus arbitrariedades, ella es una caprichuda, les voy a leer una proclama de los Grupos de Acción Utópica: "Compañeros ¿sabían ustedes que las carpas, esos peces idiotas, viven vigorosas más de doscientos años mientras que el hombre, vanguardia de la evolución, muere mucho antes? ¿Que la cocodrila sigue poniendo huevos a los trescientos... ? Y bien, compañeros: ¿vamos a continuar permitiendo esas injusticias? ¡Claro que no, compañeros, vamos a cambiar ese absurdo plan de madre naturaleza y, para dejarnos de medias tintas y asumir una posición revolucionaria, decretamos la inmortalidad! ¡Nunca más la muerte! Sí, compañeros, seremos como dioses. Y los cementerios serán cosa del pasado, todo convertido en parque de eterno verde. ¡Inmortalidad o muerte! ¡Venceremos!"

    Acabó de leer la proclama, bajó el orador sin mediar más palabra, había concluido el mitin en el cementerio, lentamente nos fuimos retirando tomados de la mano, de la cintura, de los hombros. Viejas fraternidades despertaban y nadie quería quedarse a solas porque la propia muerte iría de ronda por su cabeza.





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