EL ROSTRO DEL ÁNGEL

(Ilustración: Ray Respall Rojas)
Un rostro que no quiere que lo recuerde.
Elegía
Jorge Luis Borges
-Cuando nos conocimos, dijiste que habías experimentado lo que llaman “morir de amor”
–persigue mis pupilas con fijeza inquisidora y yo le rehúyo-. Te he contado mi vida, me has
contado casi todo, menos esto…
-Fue hace tiempo –respondo mientras la camarera rellena mi vaso-. ¿Para qué recordarlo, si
ahora nos tenemos uno al otro?
No puedo decirle que aquello que le oculto aconteció en otra vida, y que cuando digo “morir”
me refiero a una muerte real, porque pensaría que hablo metafóricamente. Así fue: En una
existencia anterior dejé ir a quien amaba y en la espera se me extinguió el deseo de vivir. Lo
sé porque me ha sido dictado varias veces en un sueño que se repite… y que no contaré hoy. Aún
no es llegado el momento para tales revelaciones, no hasta que sueñe también mi sueño y se
reconozca en él.
No todos recuerdan con igual facilidad. Partimos de este mundo con los ojos cerrados,
regresamos con los ojos vendados, incapaces de evocar hasta que un golpe de azar nos pone
frente a frente, y algo –por lo general una sensación leve e insubstancial, tan veloz e
inatrapable que podemos ignorarla- nos dice que hemos estado ya en ese lugar, que hemos vivido
ese momento, escuchado aquellas palabras, fundido nuestros ojos en aquella mirada.
Hoy es día de comulgar con pan y vino, como vienen haciendo los hombres y las hijas de los
hombres desde hace más de dos milenios. Nos atrapó la tormenta a la salida de una exposición
en la galería de una antigua fortaleza, transformada ahora en centro cultural. Imposible
alcanzar la salida, los estrechos callejones han comenzado a inundarse. Caminamos sin rumbo y,
al tropezarnos con el mesón abierto, corremos a refugiarnos en sus entrañas.
Es tarde, apenas una elegante señora vestida de negro, con los hombros envueltos en un chal,
bebe su soledad en un rincón. Nos sentamos lejos para no perturbar su aislamiento. Para
mitigar el apetito y engañar al frío, pedimos a la camarera una cesta de panes y una botella
de vino tinto, que saboreamos a sorbos lentos… Cada vez que nuestras copas se vacían, regresa
ella, solícita, a llenarlas, luego se aleja silenciosa y queda a la espera, observándonos con
la delicadeza de quien quiere aparentar no ver.
De vez en cuando dirigimos la vista hacia fuera, a pesar de que el sonido de la lluvia nos
dice que aún debemos permanecer esperando el regreso de la calma. Disfrutamos de la música que
emana del estrellarse de las gotas contra los adoquines, los reflejos de las luces en las
copas son estrellas –de las que ahora no se dejan ver-, nuestro segundo de eternidad está
corriendo y no queremos que acabe.
Miro sus ojos, sabiendo que volvería a morir si me alejara de él. No le voy a contar de mi
otra existencia, aunque sé que quiere escucharlo y que se esforzaría por creerme. El amor no
muere, sólo cambia su semblante.
¿Tendrán todos la dicha de reencontrarse, el valor de asumir el riesgo y quedarse?
No hablo de amores más o menos intensos, sino de esa convicción de que hemos hallado a la
persona perfecta, que nuestra vida no será la misma sin ella. La otra mitad que anuncian los
textos sagrados, que nos acompañará por siempre o compartirá un tramo de nuestro camino. No
supe hasta hace poco que el amor puede tener varios rostros, para mí sólo era aquel, mi alma
gemela, que había tenido la fortuna de descubrir y de quien no hallaba razón para
desprenderme. En mi sueño veía a mi alma romperse en dos, al decirle adiós en una terminal,
una y otra vez, como si me estuvieran dictando una lección que no acababa de aprender. No
sabía que a veces hay que dejar ir.
Necesité morir, renacer y recordar para comprender lo que desde un principio debí haber
adivinado: Alguien, tal vez un ángel, ata y desata los destinos, más allá de nuestra voluntad.
Lo que está por suceder, sucederá.
Cuando encontré a este hombre, no sabía que el que buscamos podía cambiar de faz. Le había
escrutado en cada rostro que se me acercaba, intentando encontrar los rasgos de aquel que se
me aparecía en sueños jurando que volvería a mi encuentro, así tuviera que volver a nacer. Un
día me dio a leer un cuento suyo donde repetía mi historia –vista desde los ojos de un hombre
que despide a la mujer que ama y despierta en una nueva existencia, dispuesto a buscarla-,
desde entonces no tuve dudas. Juego a imaginar el día en que despertemos juntos y al mirarnos,
él también me reconozca.
Ahora que somos de nuevo uno, puedo darme el lujo de creer en la eternidad. Lo tengo frente a
mí, compartimos la noche, la lluvia, el vino y el pan. Comunión perfecta. Sé que lo amo, sé
que me va a amar siempre, así compartamos solo esta hora o el resto de nuestras vidas. Afuera
amaina. Llegado el momento de marcharnos, él pide la cuenta con una señal. La bebedora
solitaria se ha incorporado y arrima su silla a la mesa. -Otras veces me cuesta callarte y
ahora pareces disfrutar del silencio. ¿No vas a hablar de nada? –me dice él sonriendo.
-Sí, de la amabilidad excesiva de la camarera, de su obsesión porque el vaso nunca esté vacío,
de la serenidad de su rostro...
-¿La camarera, dices? –responde sorprendido-. ¿Estás bromeando o has tomado demasiado vino?
Quien nos ha servido todo el tiempo ha sido un mesero, un hombre de más de sesenta años. Es
cierto que se adivina serenidad y sabiduría en sus ojos, pero también sufrimiento. No
entiendo, ¿por qué juega conmigo de ese modo? La mujer que bebía en la esquina se nos acerca.
-Disculpen que haya escuchado esta parte de su conversación. Quisiera saber si es un juego;
porque el camarero, si bien es hombre, es muy joven. Sonríe con los ojos, me ha regalado más
de un guiño esta noche, cada vez que iba a rellenar mi vaso… Seguro notó que estaba triste y,
aunque no lo crean, logró regalarme algo de alegría.
Permanecemos reservados, sin saber qué responder. De momento se me antoja que somos piezas de
un caprichoso juego, pero me abstengo de hacer comentarios. Él parece escuchar mis
pensamientos, porque me regala una sonrisa velada, cómplice. Ella se encoge de hombros y sale.
Seguimos tras sus pasos. Todavía hay agua acumulada en los bordes de la callecita que conduce
a la salida de la fortaleza. Decidimos esperar unos minutos en la acera.
Un joven elegantemente vestido entra al mesón. Nos miramos de nuevo y asentimos, sin necesidad
de formularnos la pregunta. La vida tiene sus misterios, el rostro del ángel puede ser una
perfecta broma de los dioses.
Segundos después, vemos que el joven asoma por la puerta y se dirige a nosotros:
-Les vi salir del mesón y pensé: si está abierto a esta hora, no me viene mal una copa, estoy
aburrido, tengo frío, qué más da... He entrado, pero está vacío. ¿Podrían decirme a dónde se
ha ido el camarero, o la camarera, si en algún momento lo hubo?
Nos echamos a reír. Él se aleja protestando. Seguimos camino, tomados de la mano, a pesar de
que la lluvia se ha reiniciado y cae, persistente, sobre nuestras ropas de ocasión especial.
La noche nos envuelve.
* * * * *
Desde la ventana

(Ilustración: Julián Alpízar Blanca)
Me prometí que duraría hasta tanto se nos hiciera insoportable
el imaginar que pudiera terminar alguna vez.
Querido Platón
Celima Bernal García
La idolatraba con amor que no necesitaba ser correspondido. Sin preguntarse lo que prefería:
ese aire misterioso, la ligereza, el cuello estilizado, verla danzar cada noche a solas, al
compás de la melodía interminable que llegaba en forma de susurro a la ventana desde donde la
contemplaba, sin que ella lo supiera.
Año tras año, la idea de que lo imaginaba espiarla en silencio, le causaba un doloroso placer,
solo comparable en intensidad al miedo de perderla.
¿Qué pasaría si una noche no se abría la ventana, si era otra la silueta entrevista? ¿Si ella
no adivinaba el pensamiento que le enviaba al asomar la luna: “¡Baila para mí!”?
Sentía que la danza estaba destinada a él, testigo fiel en tan peculiar luneta. Un solo temor
no lo había atravesado… Por más que juguemos a idear el futuro, éste no tiene por qué obedecer
a nuestras predicciones, a nuestras esperanzas, mucho menos a nuestros temores: Aquella noche
no hubo música.
Ella no bailó. Repitió la frase hasta el cansancio… ¡Y alguna vez figuró que era escuchada!
Toda historia está condenada a terminar; somos hijos del tiempo, pero, ¿no es la música
eterna? Sintió que algo dentro de él se quebraba.
A su dueña le explicaron que este tipo de figuras de cristal a veces “cogían aire”. Ella botó
los trozos, apenada, el pequeño payaso era un recuerdo de su abuela. ¡Si tan solo él hubiera
sabido que al joyero de la vecina, sobre cuya tapa giraba su bailarina, se le había
descompuesto la cuerda!
* * * * *
