LA COCCIÓN DE LOS ALIMENTOS
Uno de los temas más importantes en la salud alimentaria, y quizás el que más influencias puede tener en la generación de muchas enfermedades y estados patológicos, de acuerdo a los estudios e investigaciones de
diversos científicos y especialistas en la materia, es la cocción y el cocinado mediante la aplicación del calor a los alimentos.
Es muy posible que Vd. -como cualquier otro ciudadano de a pie- cuestione estas afirmaciones y se pregunte que por qué iba a hacernos daño un alimento cocido, asado o frito. La respuesta es compleja y necesita de
sus lógicas argumentaciones técnicas, pero, tratemos de ir comprendiéndolo con un primer acercamiento. El hombre no es un producto de generación espontánea ni fue creado tal como es ahora, sino el resultado de
una evolución de millones de años. Si tenemos en cuenta que el hombre, aunque ya conociera el fuego -por incendios provocados por rayos u otros-, no comenzó a hacerlo a voluntad y a dominarlo hasta hace apenas
10.000 años, podemos afirmar que el organismo humano jamás probó otros alimentos que los que le ofrecía, y en la forma que se los ofrecía, la naturaleza, es decir, absolutamente naturales y crudos. Así las cosas,
no cuesta mucho entender que es imposible que un organismo cambie en unos pocos miles de años las pautas alimentarias que fraguaron y condicionaron su metabolismo en un proceso de millones de años. Y a
esto hay que añadirle que, todavía hasta hace unas pocas decenas de años -¡ojo!-, se comían alimentos naturales. Piense en los actuales, degradados y transformados por multitud de modificaciones genéticas,
conteniendo aditivos, abonos químicos, plaguicidas, etc., y sometidos a manipulaciones industriales de todo tipo para hacerlos más productivos y rentables. Ya no sólo es la comprobada acción del calor
sobre cualquier alimento natural, sino las desconocidas -e innumerables- reacciones que se producen en estos otros alimentos industrializados a los que los científicos se afanan en ponerles nombres.
Pero, hagamos una segunda aproximación donde la simple lógica nos permite sacar más conclusiones.
Casi todo lo que comemos es materia orgánica procedente del reino animal o vegetal (pollos, peces, frutas), generalmente en su estado de madurez, aunque también en estado embrionario (huevos, semillas) o en
etapas de desarrollo (lechón, peces inmaduros). Todos estos organismos -como nosotros mismos- tienen una evolución común: nacimiento, desarrollo, madurez, envejecimiento, muerte y descomposición.
Naturalmente, elegimos el mejor momento de su ciclo vital para sacrificarlo o cortarlo de su tallo y que nos sirva de alimento. Sin embargo, una vez hecho esto, a pesar de que la vida ya no podrá continuar en
estos organismos, tanto la pechuga de pollo, el filete de pez espada o las peras aún mantienen una vida relativa en su complejidad biológica: células, proteínas, enzimas, etc., continúan "vivas" hasta que,
precisamente su propia degradación y muerte (junto a la acción de las bacterias), inicie el proceso para cumplir la última etapa de su inexorable ciclo vital, la descomposición. Para ver el proceso sólo
tenemos que dejarlos unos pocos días sobre la mesa a temperatura ambiente. Entonces veremos cómo esta mínima temperatura afecta a sus componentes biológicos, que se irán muriendo y degradando hasta pudrirse por
completo. Para evitar esto (aunque hay otros métodos como el salado, ahumado, etc., todos muy temporales) podemos hacer algo muy fácil y a nuestro alcance: evitarles la temperatura que los corrompe, es decir,
enfriarlos o congelarlos. Si los sometemos a temperaturas bajas (desde -18º C.), podemos paralizar todo el proceso y mantenerlos sin problemas incluso durante años. O bien, todo lo contrario: someterlos a altas
temperaturas mediante cocción, fritura o asado y conseguir en minutos lo mismo que sucedería con dejarlos varios días encima de la mesa a la temperatura ambiente, es decir, alterarlo en su natural estado
biológico y privarlo de toda vida. Muertas las bacterias, destruidas las enzimas, alteradas las proteínas y perdidos los nutrientes, es obvio que hemos creado un alimento nuevo, distinto al original, un alimento
que nuestro organismo podrá reconocer, digerir y aprovechar sólo en parte. La otra parte, compuesta de proteínas alteradas o mutadas y sustancias nuevas, irreconocibles por nuestro metabolismo y, con más
frecuencia de lo que creemos, tóxicas y cancerígenas, será la encargada de ir promoviendo estados patogénicos y el ensuciamiento celular que tan magistralmente nos describe el profesor Seignalet en sus
investigaciones.
A este respecto, además de Seignalet, son muchos los científicos, nutricionistas, químicos, biólogos, oncólogo, etc. que, por propias investigaciones, basadas en la reacción de Maillard y otros
estudios posteriores, nos alertan de la multitud de efectos negativos y patogénicos que ocasiona la aplicación de calor en la mayoría de los alimentos que ingerimos. Desgraciadamente, estos investigadores y sus
estudios son poco tenidos en cuenta y, aún menos, divulgados. Hemos de suponer que no interesa a la gran industria ni a otros muchos estamentos.
La reacción de Maillard (técnicamente, glucosilación no enzimática de proteínas) es un conjunto complejo de reacciones químicas que se producen entre las proteínas y los azúcares reductores que se dan al calentar
los alimentos. La investigó en profundidad el químico Louis-Camille Maillard (1878-1936) demostrando que los pigmentos marrones y los polímeros que ocurren durante la
pirolisis (degradación química producida
únicamente por calor) se liberan después de la reacción previa de un grupo de aminoácidos con un grupo carbonilo de azúcares. Los productos mayoritarios de estas reacciones son moléculas cíclicas y policíclicas,
que aportan sabor y aroma a los alimentos, pero que también pueden ser cancerígenas. Para hacerlo algo más entendible, digamos que el color oscuro que toman las carnes al ser cocidas, el color del pan tostado o
el caramelizado de las chuletas a la plancha, son algunos de los cambios químicos -los únicos visibles- que se producen por esta reacción.
Hoy se sabe, además de confirmarse propiedades mutagénicas y cancerígenas (caso de las acrilamidas, que se originan al cocinar alimentos que contienen féculas -como los cereales y las patatas- a temperaturas
superiores a 120º C.), que los productos originados por estas reacciones están asociados, entre otras muchas enfermedades, con el mal de Alzheimer. No costaría mucho -el tiempo nos lo confirmará- asociarlos a
muchas de esas enfermedades nuevas y de etiología desconocidas que nos afectan cada días más.
¿Qué sucede exactamente cuando cocinamos la comida? A grandes rasgos podemos decir que la estructura bioquímica y la composición nutricional del alimento se altera con respecto a su estado original. Las moléculas
en el alimento se deforman y degradan. Los nutrientes (vitaminas, minerales, aminoácidos, etc.) se destruyen, alteran y pierden, dependiendo de la temperatura, método y tiempo de cocción, pues, si bien, a partir
de los 40º C. ya se observa destrucción de las enzimas y cambios estructurales en las proteínas -que, lógicamente, aumentan con el tiempo expuesto-, la frontera calorífica a partir de la cual tiene lugar la
mayoría de estas reacciones negativas son los 110º C.
Se coagulan alrededor del 50% de las proteínas. Una parte importante de éstas se vuelven inutilizables para nuestro organismo. Las altas temperaturas también crean crosslinks (entrecruzamiento entre hebras del
ADN) en las proteínas. Este tipo de proteínas están implicadas en muchos problemas de salud, así como también son un factor en la aceleración del proceso de envejecimiento. La interrelación de los nutrientes se
altera con respecto a su composición natural sinérgica. En el caso de la carne, por ejemplo, se destruye proporcionalmente más vitamina B-6 que metionina, lo que fomenta la acumulación de homocisteína, que es
aterogénica e inicia la formación de radicales libres, factor muy importante en los problemas cardíacos, en la artritis reumatoide, enfermedades inflamatorias intestinales y neurodegenerativas. La
estructura natural del agua también se altera. Se crean sustancias tóxicas y “productos secundarios” de la cocción. Cuanto mayor la temperatura de cocción, más toxinas se crean. Freír y asar crean especialmente
muchas toxinas. Al cocinar grasas, especialmente proteínas, se generan distintas sustancias cancerígenas y mutagénicas y multitud de radicales libres. Y un largo etcétera...
FORMAS DE COCCIÓN Y SUS EFECTOS
Los alimentos solemos cocinarlos de diversas maneras. Veamos algunas formas y sus propiedades.
- Cocidos. Hervir los alimentos es la forma más antigua, sencilla y rápida de prepararlos. Y, quizás, sobre todo si cocemos el menor tiempo posible, la menos agresiva (la temperatura no sobrepasa los 100º C., que
es la de ebullición del agua). Es sistema válido para casi todos los productos: carnes, verduras, hortalizas, legumbres, pescados. Su principal desventaja es que supone pérdidas de nutrientes, vitaminas
hidrosolubles y minerales por el efecto del calor (sin olvidar lo ya dicho sobre las moléculas de Maillard). Para disminuir estos efectos, basta con reducir la temperatura (si es posible) y el tiempo de
cocción. Hay algunos tipos muy populares, como los callos -o menudo-, los cocidos como el madrileño y los pucheros, que, lógicamente, son obligado descartar de una dieta saludable porque necesitan (o suelen
darle) un tiempo de cocción excesivo (6 horas los callos, 3 h. el puchero andaluz y el cocido). Los potajes, berzas, potes y demás guisos cuyos principales componentes son las legumbres (garbanzos, alubias,
lentejas, fabes, etc.), aunque se le adjudica una cocción de unas dos horas, si las legumbres son de buena calidad y se observa el tiempo de remojo previo (unas 12 horas), se cuecen perfectamente (según mi propia
experiencia en los fogones) en sólo una hora, un tiempo bastante más prudencial y aceptable.
- En ollas a presión. En una olla a presión, las zanahorias, por ejemplo, están tiernas y cocidas en apenas dos minutos, mientras que en una olla convencional necesita 15 minutos. Sin embargo, no es recomendable
porque en su interior se alcanzan temperaturas de hasta 140º C. (el agua necesita mayor temperatura para hervir cuando está sometida a presión), lo cual, no sólo invalida la ventaja del menor tiempo sino que,
como sobrepasa bastante la frontera de los 110º C., los alimentos sufrirán un mayor cambio en sus estructuras y composición (Supongo válidos la aplicación de los estudios que ya conocemos sobre el calor y los
alimentos, pero estimo que deberían hacerse más específicamente sobre los resultados de la presión para valorarlos de manera más precisa y correcta). A falta de unos estudios más precisos -y por lo que sabemos-,
optamos por no recomendarla como una alternativa válida a la cocción convencional.
- Asados, en parrilla o a la plancha. Es la forma más rápida de hacer un pollo o unas chuletas, pero, al mismo tiempo (junto con los fritos), la más agresiva a los alimentos y nociva para la salud por las altas
temperaturas que se alcanzan (hasta 220º C. en una plancha o asadora eléctrica) y el contacto directo con las fuentes de calor y las grasas recalentadas o quemadas en el proceso. Sin duda, es una de las formas de
hacer más sabrosos los alimentos (precisamente -entre otras- por esa especie de "caramelizado" producido por la reacción de los azúcares y proteínas en las zonas en mayor contacto con el calor), pero, también, la
forma de ingerir más cantidad de sustancias cancerígenas y mutagénicas. Excepto en un "vuelta y vuelta", no es recomendable.
- Fritos. Al igual que asados o a la plancha -y aunque nos cueste aceptarlo por lo buenos que están las patatas o los salmonetes-, es el procedimiento menos recomendable para la preparación de los alimentos. A
las altas temperaturas a la que se produce la fritura (180º C. o más) es obvio que nos encontraremos con todas las consecuencias negativas de los procesos que aquí comentamos. Añadámosle los que pueden derivarse
del uso de un aceite de fácil degradación (el que menos la sufre es el de Oliva Virgen Extra) y utilizado muchas veces. Se impone, por tanto, eludir cuanto se pueda la ingesta de fritos, pero, de hacerlos, siempre con aceite
de oliva virgen extra (los aceites refinados, incluso de oliva virgen, soportan menos las altas
temperaturas y se degradan con más rapidez), cambiándolo cada pocos usos (no más de 5 ó 6) y procurando mantenerlo
en una temperatura óptima para la fritura pero sin quemarlo (un aceite pasado de temperatura -más de 210º C-, o, lo que es igual, quemado, es de los más tóxico y se debe desechar sin contemplaciones).
- Microondas. Los materiales que contienen agua, como los alimentos, absorben rápidamente la energía de las microondas, la cual es convertida en calor. Las microondas agitan las moléculas de agua y las hacen
rotar rápidamente de un lado para otro a una gran velocidad (unos 2.450 millones de veces por segundo). En ese movimiento de giro rápido, las moléculas de agua chocan unas contra otras y se van comunicando la
energía, con lo que se produce un aumento de temperatura. El calor que se genera en los alimentos es proporcional a la potencia y al tiempo que hayamos programado la función, que puede ser muy superior a la
temperatura de ebullición del agua (100º C.), sobre todo en las grasas y azúcares. Existen estudios sobre este método de cocción (Debry, 1992) o sobre los resultados de su uso (como los de Henry Joyeux sobre
ratas) que hacen desechar su uso. Por ello, con independencia de que admiremos la utilidad de este invento en cuanto a comodidad, limpieza y ahorro de energía, no podemos decir otra cosa sino que, en funciones
que precisen de mucho tiempo y elevadas temperaturas, le es aplicable todas las consecuencias negativas de los procesos que aquí comentamos.
Otros procesos.
- Al vapor: es una de las maneras más saludables. Los alimentos pierden menos nutrientes que hervidos (a excepción de la vitamina C, que se pierde toda siempre), si bien, es necesario estar muy pendientes de que
el tiempo y la temperatura de cocción sean los mínimos.
- Salteados: Saltear consiste en cocinar los alimentos en muy poco aceite y breve tiempo (pocos minutos) para que estos liberen los aromas y sabores. Puede ser menos nocivos que otros sistemas si a la brevedad en
el tiempo le añadimos un calor no demasiado elevado. Con muchos alimentos, como carnes y verduras cortados a tiras o trozos pequeños, podría ser una alternativa válida a la cocción o fritura clásicas si, tras
el salteado, añadimos algo de agua o caldo y los mantenemos unos minutos al fuego.
Podemos sintetizar unas sencillas conclusiones en lo siguiente:
1º) La ciencia evidencia que el valor medicinal y saludable de una dieta depende del contenido de alimentos frescos y crudos. Toda dieta sana que se precie debe tener un 70-75 % de alimentos frescos y crudos.
2º) Que los alimentos que no han sufrido modificaciones por la temperatura ejercen efectos beneficiosos sobre el organismo humano porque mantienen intactas sus propiedades físico-químicas y nutricionales y son
fuente de elementos esenciales para el mantenimiento de la salud, como las vitaminas, minerales y ácidos grasos esenciales (ver artículo
sobre ellos).
3º) Que debemos tener en cuenta la relación directa entre los factores calor-tiempo y destrucción-nocividad de los alimentos. A mayor calor, mayor destrucción/alteración de los nutrientes y a mayor tiempo,
mayores posibilidades para que la reacción anterior se desarrolle y potencie en sus efectos.
SUGERENCIAS
La principal es tratar de evitar comer alimentos cocinados en todas sus formas. Cuando esto no sea posible, intentar que el proceso sea el menos agresivo en cuanto al sistema empleado, el calor y el tiempo, y,
por supuesto, estar siempre muy pendientes de que el tiempo y la temperatura de cocción sean los mínimos.
EXPERIENCIAS (Abril, 2007)
Cuando, como paciente de Artritis Reumatoide, decidí dejar médicos y medicinas y afrontar la autocuración por mi cuenta y riesgo, no tenía una verdadera constancia científica de todo cuanto les expongo en éste y
demás artículos sobre el tema de la Alimentación y Artritis Reumatoide. Hasta hace unos pocos años, ni en revistas médicas, de ciencias o divulgativas (ni en Internet) se publicaban estudios, teorías o hipótesis
sobre el tema de la salud y la alimentación que se salieran de las "consignas oficiales" y que ofrecieran auténtico crédito, mucho menos, que vinieran avalados por resultados de investigaciones propias y no
relacionadas con estamentos oficiales o con la gran industria. Sin embargo, mi interés por el tema me hacía buscar y, un retazo por aquí y otro por allá (estudios y tesis doctorales, muchos de ellos traducidos de otros idiomas) me servían para ir deduciendo ciertas lógicas y formándome
opiniones válidas. Con el tiempo fui comprobando las que eran acertadas y las que proporcionaban escasas respuestas positivas. A la certeza de que un ayuno parcial me ocasionaba apreciables
mejorías, y la comprobación de que alimentos como la leche y sus derivados eran perjudiciales (la leche fue de los primeros que limité para, más tarde, eliminarla por completo), se unían mis dudas respecto a otros varios
alimentos, como el pan, las mantequillas, margarinas y grasas, los aceites (y su uso) y, muy principalmente, algunos guisos que necesitaban de mucho tiempo al fuego, como los callos y el puchero (el andaluz).
Ambos, que solía hacerlos en casa con bastante frecuencia, quedaron desterrados de mi dieta. Igual ocurriría con todos los alimentos que me hacían dudar de su benignidad (pan, pastelería y bollería, mantequillas,
margarinas, chicharrones, etc.), que quedaron eliminados o muy limitados en su consumo. Pero, lo que realmente supuso uno de los mayores aciertos, fue sin duda lo de cuidar los tiempos de cocción y las
temperaturas a que sometía todos los alimentos en general.
El resultado, como les digo, es que mi Artritis Reumatoide fue remitiendo de manera ostensible a medida que iba aplicando todas esas medidas que cito y, en este último año (2006), tras obtener un conocimiento más
profundo y preciso de la importancia de la alimentación (corroborados por los estudios del profesor Seignalet, que me confirmaron científicamente todas mis suposiciones), ha remitido de tal forma que podría decir que estoy casi curado (por prudencia, no lo haré hasta que pase, al menos, otro año más). Y para los que me leen desde el principio de estos artículos, decirle que, al
día de hoy, 12 de abril de 2007, también he conseguido dejar los corticoides (no estoy seguro de que pueda ser de manera definitiva, pues me consta que la producción endógena de cortisona por las
suprarrenales
-tan indispensable para la salud como otras hormonas- suele quedar bloqueada cuando el organismo recibe dosis en una ingesta continuada. Y yo ya llevo trece años tomando corticoides). Seguiré haciendo pruebas y
les seguiré contando los resultados.